Por una enfermedad vivida en familia

Hay un pasaje del Evangelio de Juan que siempre me ha cautivado y que muchas veces he invitado a contemplar. Es el momento en el que Jesús confía su madre al discípulo amado. Le dice Jesús, y nos dice a cada uno de nosotros: «Aquí tienes a tu madre. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa» (Juan 19,26-27).

Jesús mira a su madre, la mira con agradecimiento; de ella recibió el don de la vida. La mira con amor, igual que su madre lo mira con ternura. Pero ahora ambos se miran en medio de un intenso dolor. Esta es la situación de muchos encuentros que se dan en los hospitales y clínicas de nuestro entorno más cercano.

Muchos profesionales intentan ciertamente que el enfermo se sienta protegido. Por ello es necesario no bajar la guardia y trabajar continuamente por la humanización de la sanidad, para conseguir que los enfermos sientan que tienen al lado una mano amiga. Con las palabras de Jesús «aquí tienes a tu madre», el discípulo Juan recibe el mandato de cuidar de su madre, de no dejarla sola. Quedarse solo es terrible. Esta es la situación de muchos enfermos, alejados de sus familiares y amigos. Esta es la situación de dolor y silencio de muchos familiares que acompañan el sufrimiento de un ser querido o incluso la posibilidad real de una despedida segura. En muchas ocasiones, la soledad es más dolorosa que la enfermedad. La mayor soledad es vivir el dolor sin amor, sin compañía.

Queridos hermanos y hermanas, este sexto domingo del tiempo de Pascua celebramos la Pascua del enfermo. Como nos recordaba el lema para la Jornada Mundial del Enfermo de este año, la familia es el ámbito ideal para cuidar al enfermo. En efecto, la familia, como primera célula del amor y de la vida, acompaña, escucha, fortalece y anima al enfermo en la convalecencia hasta su recuperación y, cuando llega el tránsito de la muerte, lo coge de la mano hasta cruzar el umbral a la nueva vida.

Pero la Iglesia y todos sus miembros, en tanto que familia de las familias de los hijos de Dios, estamos también llamados a poner todo nuestro esfuerzo y capacidades para que la persona enferma recupere su alegría y ganas de vivir. Los predilectos de la Iglesia son los pacientes que viven la enfermedad en soledad, especialmente los más ancianos. Doy gracias a tantos médicos, enfermeros y enfermeras y auxiliares y personal no sanitario de los hospitales que nos informáis a los sacerdotes y miembros de la pastoral de la salud de las personas más necesitadas de compañía y calor humano. Gracias por dejarnos compartir con vosotros la tarea de humanizar la asistencia sanitaria.

Cuando una madre se levanta una y otra vez para mirar a su hijo que yace enfermo en la cama y con dolor, lo mira con ternura pero no consigue darle lo que su hijo tanto necesita: la salud. También el hijo la mira impotente a los ojos. Desde el mero punto de vista del dolor esta mirada no lo cura ni libra del dolor, pero es la única mirada en la que el hijo es mirado como persona, al margen de su enfermedad y más allá del dolor.

El sufrimiento es salvado desde dentro de sí mismo. Así mira el Padre al hijo en la cruz, con una mirada amorosa, pero no lo libra de la cruz. Así mira María a su Hijo cuando lo bajan de la cruz y lo abraza como signo de fidelidad. Así debemos mirar nosotros al enfermo, con la mirada del amor, que no lo libra del dolor pero que le da fuerzas para sobrellevarlo.

Hermanos y hermanas, ¿cuánto tiempo hace que no vais a visitar a un enfermo a un hospital? ¿Por qué no vais un día de esta semana? Y si, afortunadamente, no tenéis a nadie a quien visitar, os animo a acercaros a un centro sanitario, preguntad si hay alguna persona que no reciba visitas y quedaos un rato con ella. ¡Feliz Pascua del Enfermo!

† Cardenal Juan José Omella
Arzobispo de Barcelona
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