Con la fuerza del Espíritu Santo

Una de las grandes tentaciones que se le presentan al creyente hoy, es la de pensar que sólo con sus fuerzas y capacidades pueden conseguir la perfección personal y la plenitud. De esto habla el Papa Francisco en GAUDETE ET EXSULTATE, su última Exhortación Apostólica, al denunciar la tendencia de un nuevo pelagianismo presente en estos tiempos. Es cierto que Dios le ha dado al ser humano muchas capacidades para ponerlas a producir en beneficio de todos. También es verdad que con los sacramentos, particularmente el bautismo y la eucaristía, el creyente, adquiere una condición particular que le permite estar en el camino de la salvación. Pero, no basta eso. Se requiere en todo momento la acción de la gracia divina. Esta se manifiesta como un don del Espíritu Santo.

Los escritos del Nuevo Testamento y de los Padres de la Iglesia insisten en la acción del Espíritu Santo, quien da una especial fuerza al creyente para poder cumplir con su misión en la fidelidad a la respuesta que ha de dar a la llamada de Dios. San Pablo habla de los frutos del Espíritu Santo que se pueden conseguir con la ayuda del mismo Espíritu Santo. En la Carta a los Gálatas, advierte el Apóstol que no se ha de quedar uno sólo con la fuerza de la carne, pues ésta puede derivar más bien en acciones negativas. Las capacidades de cada uno, lo que se recibe en el Bautismo, serán secundados y fortalecidos por el Espíritu Santo a fin de dar frutos permanentes, poder caminar hacia el encuentro definitivo con la Trinidad y dar testimonio de caridad en medio de los hermanos. Esta fuerza no interrumpe el ejercicio de la libertad del creyente, sino que la orienta hacia la plenitud de vida.

Jesús había prometido el envío del Espíritu Santo a sus discípulos para que pudieran tener lo necesario para su fidelidad. El día de la Resurrección, cuando se les apareció, les concedió el Espíritu para ser discípulos decididos de su amor. A la vez, les preparó, durante la cuarentena pascual para lanzarlos a la apasionante tarea de la evangelización, contando con la gracia del Espíritu Santo.

Y llegó Pentecostés. Reunidos estaban los apóstoles y algunos discípulos más, junto con María. En forma de un viento impetuoso y con el símbolo de lenguas de fuego, ellos recibieron una nueva efusión del Espíritu Santo. Entonces comenzó la gran aventura de la evangelización. Sin miedo y con perseverancia, los apóstoles y los discípulos de Jesús fueron llegando hasta los confines de la tierra. Por supuesto que contaban con sus propias capacidades, pero ante todo con los dones del Espíritu Santo, cuya fuerza los fortalecía y les guiaba para mantenerse en unidad y conseguir un fruto abundante, sobre todo cuando muchos se unían a ellos para seguir a Jesús.

Es necesario tener muy en consideración lo que hace el Espíritu Santo. Hay muchas cosas sobre las cuales se puede reflexionar. Pero hay tres de ellas que nos pueden ayudar en estos momentos. Una primera es que el Espíritu une a los creyentes. Por eso, hay que invocarlo para que haga crecer la comunión. La unidad de la Iglesia, de los discípulos, es un signo concreto de su acción; con esa unidad el mundo podrá creer en el Padre, como bien lo atestiguó Jesús. Un ejemplo claro de ello lo encontramos en el libro de los Hechos cuando se reporta el “Concilio de Jerusalén”. El Espíritu ilumina a los apóstoles quienes proclaman que Él y ellos han decidido no cargar con fardos pesados los hombros de los creyentes.

En segundo lugar, el Espíritu actúa en cada persona y en cada comunidad. De ahí la necesidad de invocarlo y pedirles siempre su asistencia. Es quien ilumina y hace eficaz la oración. El Espíritu es quien impulsa a los creyentes a reconocer que Dios es Padre. Es el Espíritu Santo, con sus siete dones, quien alienta el apostolado y el testimonio de vida del creyente. Es el Espíritu Santo quien santifica. Y la tercera cosa que debemos tener presente, entre otras más, es un fruto necesario de la fe y opción por Cristo, de lo cual hace mención el libro de los Hechos y la Carta a los Hebreos: la perseverancia. Ésta no consiste en soportar o permanecer en el camino porque no hay otro remedio. La perseverancia encierra dos actitudes irrenunciables: el entusiasmo y la fidelidad. Fidelidad que implica la respuesta continua a Dios, a la vez, que el creyente sea reconocido como hombre de fe, testigo decidido del resucitado. Asimismo, el entusiasmo es, junto a la total disponibilidad para la Misión, la alegría y la decisión a mantenerse firme en el compromiso adquirido desde el Bautismo. Por eso, se entiende lo que se ha ido subrayando en los últimos tiempos, que el Espíritu Santo es el protagonista de la Misión.

Pentecostés no es simplemente una celebración litúrgica. Es fiesta y memoria. Fiesta que conmemora el inicio de la Iglesia en Misión, la presencia permanente y actuante del Espíritu. Y es memoria: de esa misma presencia del Espíritu en cada uno de los creyentes, en medio de la humanidad, para que se pueda seguir disfrutando de los frutos de la Pascua redentora y liberadora de Cristo.



+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal.
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