¿Para qué hacemos las cosas?
Los criterios del evangelio no son los mismos del mundo. Los valores cristianos tampoco son los mismos que los del mundo. Cuando en la sociedad nos encontramos con gente que practica los valores cristianos y se deja guiar por los criterios de la Palabra de Dios, las cosas no sólo marchan bien, sino que se siente el verdadero progreso en todos los ámbitos.
Lamentablemente, desde los inicios de la humanidad, nos encontramos con la trampa que nos colocan los antivalores, muchas veces disfrazados de “bienestar” o de “buenas imágenes”. En este sentido el Señor Jesús hace una seria advertencia a los discípulos para que no imiten a quienes se consideran más que los demás, que suelen preocuparse por los primeros puestos y cargan pesados fardos en los hombros de todos.
Hacen las cosas para que los vean y, en cierto modo, los reconozcan. Se suelen presentar con títulos que no dicen nada o se presentan como si fueran los mejores y hasta cumplidores de la moral. Pero, en el fondo no son sino farsantes que destruyen la sana convivencia e introducen divisiones, desconsuelos y, por otro lado, desprecian a los que menos poseen.
Malaquías se refiere a ellos (entre los cuales están los sacerdotes del Señor) como quienes, apartados de la Ley, hacen tropezar a muchos en su camino de fidelidad a la Ley y la alianza. Se olvidan que existe un Dios de amor que todo lo rige y todo lo puede. Jesús se refiere a quienes se han valido de la “cátedra de Moisés” para pontificar. A ellos no hay que hacerles mucho caso; quizás hacer lo que dicen pero nunca imitar lo que realizan. Son gente de “primeros puestos” y de banquete en banquete para buscar y ocupar los principales lugares.
Hoy, en nuestro país, y en el mundo entero, nos conseguimos con ejemplos claros de este tipo de personas que se dejan llevar por sus propios intereses y los criterios del mundo. Por desgracia, muchos les imitan y hasta los superan.
Un ejemplo concreto lo encontramos en quienes han hecho de la corrupción un estilo y hasta norma de vida. Lo peor es que se ha ido creando una “anti-cultura” de la corrupción que convence a muchos incautos.
Hoy la corrupción es un fenómeno generalizado. Ya no son los dirigentes políticos ni los actores sociales los que la ponen en práctica. Desde el más humilde de los trabajadores hasta el más encopetado de los empresarios puede (y, lamentablemente, cae) caer en ese flagelo. No hay sino que ver lo que nos pasa alrededor: tantos especuladores, tantos “bachaqueros”, la “matraca” de los miembros de cuerpos de seguridad. No hay sino que ver también el triste espectáculo de la deserción escolar de muchachos que prefieren contrabandear, practicar el sicariato y otras malas acciones, porque eso les da mucho más réditos que los trabajos honestos de quienes los realizan. La situación es sumamente grave en este sentido.
El Papa Francisco también nos advierte en este sentido, al hablar de “la mundanidad espiritual”. La encontramos en no pocos creyentes, sacerdotes, religiosos y laicos, que se creen más que los demás y piensan que “el pueblo” es ignorante. Peor aún, pues pretenden exigirle a la institución eclesiástica a la que pertenecen que actúe a favor de sus intereses y que sea ella la que asuma el compromiso evangelizador y de promoción humana. Esto conduce a una mediocridad que endurece la cerviz de muchos católicos, a pietismos que se divorcian de la realidad sacramental auténtica de la Iglesia. Y así como éstas, hay otras cosas que les hacen exigir “derechos” de estar en los primeros puestos y de ser reconocidos como importantes.
La respuesta de Jesús es clara y directa: “Ustedes no se dejen llamar padres... maestros... guías, porque el guía de ustedes es solamente Cristo”.
Aquí nos encontramos con la clave. Imitar a Cristo, con el que nos hemos identificado por el bautismo, nos empuja a actuar en su nombre. Esto requiere asumir de verdad la actitud propia del Señor en medio de la gente: servir, ser capaz de entregar su propia vida por los demás.
Pero, al hacerlo no se puede actuar con los criterios del egoísmo mundano, de allí lo que nos enseña el Divino Maestro: “Que el mayor entre ustedes sea su servidor, porque el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”. ¡Qué lejos está este requerimiento de las ofertas de grandeza y autosuficiencia del mundo!. Ya en María, la esclava del Señor, pudimos encontrar un modelo para actuar como ella lo hizo: con la conciencia de que desde su pequeñez, el Señor realiza serias y grandes maravillas.
Pablo, al escribirles a los Tesalonicenses nos da una pista interesante, en la que viene insistiendo el Papa Francisco: el tratar a los demás con la ternura del amor de Dios presente en nuestras personas. Desde esta perspectiva y siguiendo las enseñanzas de Jesús, ¿para qué hacemos las cosas? Sencillamente para cumplir la voluntad de Dios: que nos salvemos y que ayudemos a todos los hermanos a salvarse. Esto requiere que nos consideremos humildemente iguales y hermanados con todos los seres humanos.
+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal