Los malos ejemplos

Uno de los cánceres que corroe la vida social y distorsiona la convivencia y el recto sentido de la igualdad es la corrupción. Una de las consecuencias más nefastas es el mal ejemplo, pues si quienes abusan son los que deben ser la cara limpia y honesta, convirtiéndose en los primeros detractores de lo que predican, cunde la tentación de hacer lo mismo. Los escándalos en el mundo financiero y en las esferas políticas están generando una falta de credibilidad y confianza en quienes deberían ser paradigmas del bien y la virtud.

Venezuela no escapa a esta gangrena que se ramifica en todos los espacios. La inseguridad y la impunidad están haciendo del hampa, una de las profesiones más lucrativas, sin que exista el suficiente freno que acabe con tan dañino mal. Nuestras ciudades están azotados por quienes se roban los cables del alumbrado público, las conexiones de internet, las estatuas y bustos que embellecen y dan identidad a nuestros pueblos; a lo que hay que sumar el arrebatón cotidiano de carteras, celulares, prendas y cuanto objeto porten los ciudadanos de a pie que deambulan por las calles, se montan en un transporte público, o al salir de cualquier lugar se encuentran con los amigos de lo ajeno.

El quinto mandamiento, no robar, alude inmediatamente a que nadie tiene derecho de hacer uso de lo ajeno por el simple deseo de tener lo del otro, sin más trabajo que la viveza, la fuerza o el engaño. Una sociedad sin principios y sin cortapisas, sin autoridades que velen por el bien común y no solamente por el bien o los bienes de los suyos, nos convertimos en habitantes de la selva, en la que la ley del más fuerte se impone. Así vamos camino al caos y a la desintegración de la paz y la armonía que debe reinar entre los humanos.

Pero a lo anterior asistimos ahora asombrados al saqueo planificado que se ha perpetrado en estos días en ocasión de la entrega de las gobernaciones a los nuevos electos. El caso de Carabobo es emblemático. Ante la carestía existente, descubrir galpones repletos de productos de primera necesidad, ocultados por la autoridad saliente, no puede ser calificado sin más de almacenamiento, acaparamiento o cualquier otro sinónimo. Se trata sencillamente de un robo, pues se le está quitando el pan de cada día a quien lo necesita, sin justificación posible.

En el caso concreto de la Gobernación de Mérida, recibimos testimonios de autoridades y testigos, del despojo de los bienes públicos. Oficinas desmanteladas, sin computadoras, equipos de refrigeración, archivos, vehículos en estado deplorable, y pare de contar. Nada o casi nada que sirva, y los muchos privilegios y bienes que disfrutaron los salientes, han desaparecido como por arte de magia. Nos preguntamos, ¿no existe ninguna autoridad capaz de señalar y castigar a quienes disponen de los bienes públicos a su antojo y dejan a las nuevas autoridades al desnudo para cumplir con sus deberes para con la sociedad?

Una democracia no puede alimentarse de tamaña mezquindad, pues no puede quedar impune ningún delito. Y el robo de la cosa pública es tan pecado como el despojar a una persona de sus pertenencias. Sin moral y luces, lo que se impone es la oscuridad del delito y la impunidad de quien se siente protegido por el poder. Mal camino para superar la crisis que vivimos. Con tan malos ejemplos no cimentamos una sociedad equitativa y justa.


Cardenal Baltazar Porras Cardozo
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