«Ha resucitado el Señor, ¡aleluya!»

“Al caer la tarde del sábado, María Magdalena y María, madre de Santiago, y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar el cuerpo muerto de Jesús. Muy de mañana, llegan al sepulcro, salido ya el sol (Mc 16,1-2) […] Y entrando, se quedan consternadas porque no hallan el cuerpo del Señor. Un muchacho, cubierto de vestiduras blancas, les dice: No temáis, sé que buscáis a Jesús Nazareno, no está aquí, porque ha resucitado, según predijo.” (Mt 28,5) Con estas sencillas, pero impresionantes palabras, anuncian los evangelios la Resurrección de Jesucristo.

Domingo pasado, en el inicio de la Semana Santa, os recordaba que la Resurrección del Señor es el fundamento de nuestra fe. Hoy lo reafirmo. La Resurrección de Jesucristo es la realidad central de la fe católica, y como tal fue predicada desde los primeros momentos. Fijaos si es decisivo este hecho que los discípulos, y de manera singular los apóstoles, se consideraban ante todo testigos de la Resurrección de Jesús (Hech 1, 22).

Dicho de una manera sencilla, a la par que clara y rotunda: la predicación de los primeros cristianos no tuvo otro argumento que anunciar que “Cristo vive”. Esta verdad es la que, después de dos mil años, nosotros –el Papa, los obispos, los sacerdotes, los seglares– seguimos anunciando al mundo: “¡Cristo vive!” La prueba de la divinidad de Jesucristo pasa inexorablemente por la resurrección, y esto hasta tal punto que los seguidores de Jesús –los cristianos– de todos los tiempos, cuando dieron su vida por Él, lo hicieron testificando esta verdad.

¡Cristo vive! Con qué fuerza nos lo asegura la liturgia, sublime, espléndida, de la Vigilia Pascual. Anoche, uno de los himnos más antiguos, el “Exultet”, también llamado Pregón Pascual, nos invitaba al gozo y a la alegría porque “esta es la noche en la que, por toda la tierra, los que confiesan su fe en Cristo son arrancados de los vicios del mundo y de la oscuridad del pecado, son restituidos a la gracia y son agregados a los santos”. Y continuaba: “Esta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo”. Y de la luz del cirio pascual, que simboliza a Cristo, los que estuvimos presentes en la Vigilia recibimos la luz, y el templo quedó iluminado con la luz del cirio y la de todos los fieles. Cristo es la luz que la Iglesia ofrece a todos los hombres sumidos en las tinieblas.

¡Cómo resuenan en nuestros oídos y en nuestro corazón las palabras pronunciadas por el Maestro en el gran sermón del monte: “Vosotros sois la luz del mundo, vosotros sois la sal de la tierra”! Palabras que son una llamada fuerte al apostolado. El Papa debe ser luz, los obispos y los sacerdotes hemos de ser luz, y vosotros –padres y madres de familia– debéis ser luz con vuestro buen ejemplo y con vuestra palabra. Somos luz y hemos de llevar la luz a otros, a los que nos rodean por motivos de trabajo, de amistad, de parentesco. Y para ser luz, estaremos muy unidos al que dijo de sí mismo “yo soy la luz del mundo”. Unidos por la gracia y por la oración.

Hoy es un día de gran alegría. Por la muerte y por la resurrección de Jesucristo hemos sido hechos hijos de Dios. Y nuestra filiación divina es el fundamento de nuestra alegría. La alegría, no nos equivoquemos, no es un mero sentimiento que depende del estado de ánimo, de las circunstancias, del destino o de la suerte. Un hijo de Dios está alegre porque es hijo de Dios, ¡siempre! En lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, en la contrariedad y en el bienestar. La alegría es una verdadera virtud en la que hemos de crecer, y que con nuestro testimonio habremos de contagiar a los que nos rodean y así haremos su vida más agradable. “Estad siempre alegres –nos exhorta san Pablo–; os lo repito, estad siempre alegres en el Señor” (Flp 4,4).

Quiero terminar mirando con vosotros el rostro de la Virgen, ese rostro que con paz pero con gran sufrimiento no dejó de mirar a su Hijo desgarrado y colgado en el madero de la cruz. ¡En la resurrección, qué alegría después de tanto dolor! Nosotros, con sencillez, nos unimos a esa inmensa alegría de la Madre. Y rezamos y cantamos con toda la Iglesia: “Alégrate, Reina del cielo, ¡aleluya!, porque Aquel a quien mereciste llevar dentro de ti ha resucitado, ¡aleluya!”


¡Feliz Pascua de Resurrección!


+Juan José Omella Omella

Arzobispo de Barcelona
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