A tiempo para cambiar de vida

Hace tiempo leí una narración de los Padres del desierto. Era un precioso relato que podemos aplicar a nuestra vida de cristianos y a nuestro itinerario cuaresmal.

«Un monje preguntó a otro monje más anciano: ¿por qué será que muchos abandonan la vida monástica? El monje más anciano le respondió: En la vida monástica sucede lo mismo que a un perro que persigue a una liebre; la persigue y, en esa carrera, grita y ladra; se le unen muchos otros y todos corren juntos pero, en un cierto momento, todos aquellos que no ven la liebre se cansan y, uno detrás de otro, desisten; sólo los que la ven siguen hasta el final».

Solamente quien ha puesto los ojos en la persona de Cristo crucificado puede perseverar hasta el final. Esta es la gran conversión, el gran cambio al que nos llama la Cuaresma. No dejemos para el futuro la conversión a la que nos llama Jesucristo: «Convertíos y creed en el Evangelio.» (Mc 1,15). Ser cristiano es seguir a Cristo sin desfallecer, sin cansarse y hasta el final. Pero esto supone:

Un gran amor. Amor que no es sólo sentimiento y emoción, sino sobre todo actitud de profunda acogida y gratitud por el gran amor que Cristo nos ha manifestado muriendo por nosotros en la Cruz. «Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2, 20). Quien contempla al crucificado con una mirada de fe, de humanidad y de humildad, siente el deseo de corresponder a ese misterio de amor dándose, entregándose uno mismo, poniéndose al servicio del Señor, diciéndole: ¿qué quieres, Señor, de mí?

Renunciar a todo lo que separa del amor. Aquí es donde los cristianos situamos el ayuno del que hablamos en la Cuaresma. El ayuno no es masoquismo, no es voluntarismo, es camino para vivir y expresar el amor. Quien ama sabe renunciar a todo aquello que puede alejarle de la persona amada. El ayuno es también camino para ejercitarse en una entrega generosa, voluntaria, ágil. Jesucristo llevó la cruz con dignidad y con amor porque estaba entrenado para aceptar la voluntad del Padre, porque lo amaba y lo ama sin medida, y porque sabía vivir la pobreza, la renuncia, la falta de alimentos, también por amor. «El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Lc 9, 58).

Ojalá sepamos unir y entrelazar los tres pilares que sostienen la vida cristiana, que sostienen el tiempo de gracia que es la Cuaresma: la oración, el ayuno y la limosna. «La oración llama, el ayuno intercede y la limosna recibe. Oración, limosna y ayuno constituyen una sola y única cosa, y se vitalizan recíprocamente. El ayuno es el alma de la oración y la limosna es la vida del ayuno» (San Pedro Crisólogo, Sermón 43).

Avancemos sin desfallecer hacia la Pascua. El Señor nos espera para hacer en nosotros, en la Iglesia, grandes maravillas. «Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis» (Is 43,18). El amor sin medida de Dios, que mana sin cesar de la Cruz gloriosa, rehace el mundo, cura toda herida, nos restaura siempre.

† Cardenal Juan José Omella
Arzobispo de Barcelona
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