Francisco casa las dos almas de la Iglesia católica
La Iglesia católica es maestra en la estrategia de la 'complexio oppsitorum', en pasar de la tesis a la antítesis, haciendo síntesis. En conciliar el blanco y el negro en el gris. Es la continuidad discontínua. Porque la institución, maestra de sabiduría decantada en sus más de dos mil años de historia, nunca procede a saltos.
Pero sí hay, en su historia más reciente, cambios de ciclo o de rumbo, que la institución sabe combinar a la perfección. Juan XXIII inició con el Concilio Vaticano II el ciclo reformista, que culminó Pablo VI, con la coda de Juan Pablo I, el Papa meteorito por sus 33 días en el solio pontificio. La Iglesia, sin el Concilio, seguiría mirando a Trento y el catolicismo, sin él, se parecería más al islam rigorista e inflexible, que a la religión moderna que es hoy.
El Concilio nos hizo pasar del velo, del latín, de la misa de espaldas el pueblo, de la prohibición de leer la Biblia, de la Iglesia piramidal y del nacionalcatolicismo, a la misa en castellano, a la Iglesia pueblo de Dios, al clero servidor y a una religión personalizada y basada en la Biblia y en el seguimiento de Cristo.
En el post concilio se cometieron ciertos excesos (especialmente litúrgicos) y la institución, atemorizada, decidió cambiar de ciclo. Y Juan Pablo II echó el freno y la marcha atrás, en una clara involución doctrinal, a pesar de su apertura al mundo moderno, su defensa de la paz y de los derechos humanos. Como suele decir el prestigioso teólogo alemán Hans Küng, "el Papa Wojtyla predicaba para los demás los derechos humanos que no cumplía en su propia Iglesia".
La revolución tranquila
Sea lo que fuere, la institución entró en una largo ciclo conservador, que duró 32 años y que concluyó con Benedicto XVI y con su revolucionaria y profética renuncia. Y el péndulo eclesial, que se había escorado excesivamente a la derecha, volvió al centro con la nueva primavera de Francisco y su revolución tranquila.
Convencido de que, para dejar de ser "autorreferencial" y mirarse al ombligo, la Iglesia tiene que pacificarse internamente, Francisco planificó la canonización de los dos Papas como signo de que todos somos Iglesia. Una Iglesia mosaico, integrada por todos los colores, tanto los de los conservadores como de los progresistas. Viviendo en paz y tolerancia. Asumiendo el pluralismo. Sin peleas internas estériles, que tanto desgastan a las huestes eclesiales.
Ha llegado, según Francisco, el momento de la síntesis, de sumar sin restar, de unir fuerzas. Pasa salir al mundo. Para que la Iglesia deje de ser aduana y se convierta realmente en "casa de todos" y, sobre todo, en "hospital de campaña" de los heridos por la vida, de los pobres y marginados, de los tirados en las cunetas de la historia. Una Iglesia con sus dos almas que laten juntas y al unísono a favor de los pobres.
Conseguirlo será su misión primordial. Y Francisco sabe que, por ley de vida, no tiene demasiado tiempo. Y también sabe que el mayor desafío eclesial es el de la unidad. Desde el principio, hubo banderías. En la naciente Iglesia unos era de "Pablo y otros de Apolo". Con el paso del tiempo, las facciones creyentes llegaron a dividirse tanto que terminaron separándose en diversas confesiones cristianas. Desde entonces, los seguidores de Jesús viven con el pecado de la desunión a cuestas. A pesar de la angustiosa petición de Jesús al Padre: "Que todos sean uno".
Sabedor de todo eso, Francisco está poniendo rumbo al ecumenismo entre las diversas confesiones cristianas, pero antes, quiere presentar una Iglesia unida en lo esencial, que no uniforme. De ahí las resistencias feroces que se está encontrando. Pero el Papa se sabe revestido de esa misión y a ella entregará su vida.
José Manuel Vidal