De Martini a Bergoglio
No creo exagerar si digo que, en cierto sentido, Bergoglio es hijo de Martini. De hecho, en el cónclave del 2005, cuando salió elegido Ratzinger, el primer destinatario de los votos que aglutinaba el viejo cardenal (que entró en la Sixtina con bastón, para dar a entender claramente que no era elegible) fueron a parar al entonces cardenal Bergoglio.
A ambos les une, sin duda, su pertemencia a la Compañía. Los dos son "compañeros de Jesús". Los dos vivieron los años de la ilusión del postconcilio y del envío del Padre Arrupe a las fronteras ("a las periferias", que dice Francisco)y a luchar por la "fe y la justicia". Sin contraponerlas, sin separarlas. Como los dos palos de la misma cruz.
Con el paso de los años, en ambos se fue abriendo la idea de que la involución estaba yendo demasiado lejos y demasiado atrás. Martini no dejó de proclamarlo durante toda su vida. Cuando era cardenal de Milán y, después ya jubilado, desde Jerusalén y desde Italia.
"Llevanos 200 años de retraso", decía el purpurado italiano pocos meses antes de morir en una especie de libro-testamento. Y volvía a repetir, una vez más, su sueño de una Iglesia corresponsable, colegial, samaritana, abierta a los singos de los tiempos, con agallas para abordar temas encorsetados cuyo cambio viene pidiendo, desde hace tiempo, el pueblo de Dios. Desde el celibato opcional al sacerdocio femenino, pasando por la comunión a los divorciados vueltos a casar...
¿Soñaba Martini (el rosso que no pudo ser bianco, el Papa in pectore del pueblo) o profetizaba? ¿Soñaba Martini o marcaba la hoja de ruta al Papa que iba a llegar y que él conocía bien?
Porque el caso es que, unos meses después de su muerte, a Roma llegó Francisco. El Papa llamado a reparar la Iglesia. En Roma se está encontrando con muchos "nudos". Algunos profundamente enraizados, resistentes, poderosos, dispuestos a todo para mantener su poder.
La vieja guardia curial romana y de los diversos países católicos del mundo no se lo pondrá fácil. Llevan más de 30 años apuntalando un modelo eclesial de ciudadela acosada y sitiada. Llevan décadas de enroque. Las inercias tienen su peso. Los jefes de las "cordadas" no dejarán fácilmente sus puestos de ordeno y mando. Algunos están dipuestos incluso a morir matando. Y acorralados por el ciclón romano son más peligrosos que nunca.
Tienen querencia al invierno. Les gusta un mundo y una Iglesia en blanco y negro. Una Iglesia justiciera, más madrastra que madre, que separe, mientras crecen, el trigo y la cizaña. Les cuesta renunciar a sus "seguridades", a sus grupos-estufa, a sus botafumeiros siempre humeantes, a su control absoluto...
La inercia les lleva a seguir prohibiendo y mandando cartas e emails (muchos de ellos anónimos) con quejas y denuncias. Reparten carnets de eclesialidad sólo a los suyos y tratan de quitárselos a todos los demás. Y sus denuncias siguen fluyendo, incansables, a Roma. Creen que sigue siendo válido la estrategia de la etapa anterior: denuncia que algo queda...No se dan cuenta o no quieren darse cuenta de que en Roma ha virado el timón, el rumbo es otro y la barca eclesial se dirige hacia nuevos mares claros, abiertos y transparentes. Mares dialogantes, servidores y honestos.
Los capitostes se aferran a sus puestos con uñas y dientes, pero, a su lado, ya ha comenzado la desbandada. Huelen a pasado. Los primeros en darles la espalda han sido sus más devotos, los trepas, los que les doraron la píldora durante todos estos años, los que los convencieron de que eran únicos, imprescindibles, orlados con una "aucotritas" especial.
También están virando y les están abandonando los "chaqueteros". Y, por supuesto, los que los seguían con buena voluntad, pero con miedo. Y los pusilánimes que siempre pensaron que el invierno duraba demasiado, pero nunca se atrevieron a sonreír y hacer posible la llegada de la primavera.
Ya les han dejado en masa la inmensa mayoría de los moderados, de los que se quejaban resignadamente y sin grandes algarabías externas. Por falta de valentía y, al mismo tiempo, por no romper el bien sagrado de la comunión eclesial. Les convencieron, durante años, de que la comunión era un tabú que no podía romperse ni en aras del Evangelio ni de la propia conciencia. El mayor bien de la Iglesia estaba por encima de la mayor gloria de Dios. La Iglesia convertida en el Reino de Dios.
Profundamente decepcionados esperaban un nuevo amanecer, que, por fin, ha llegado.
¿Pueden cambiar los curiales de aquí y de allí? Claro que sí. Por muy aferrada que esté al poder, la Curia no puede desobedecer al Papa. Algunos intentarán hacerle la contra, condenados al fracaso. Es el derecho al pataleo, como el de Ottaviani o Siri en tiempos de Juan XXIII y Pablo VI.
Peor, mucho peor, estaba la Curia (la de Roma y la de aquí) entonces. Y los vientos del aggiornamento conciliar acabaron triunfando. Y en pocos años. Es verdad que, entonces, hubo de por medio un Concilio. Pero también lo es que, ahora y, quizás, por vez primera en la Historia, el Papa Francisco tiene el aval y el "mandato" del cónclave y del colegio cardenalicio. Francisco cuenta con el aval de las bases y de la cúpula eclesiástica.
Nunca un Papa tuvo tantos apoyos para llevar a cabo la labor de reforma y reparación eclesial. Y cuenta, además, con referentes de prestigio. Desde el citado Martini, a los cardenales Helder Cámara, Lorscheider o Arns, a los que homenajeó en su reciente viaje a Brasil. O Basil Hume o Quinn y tantos otros.
Y por si fuera poco, Francisco, el jesuita, es un experto en desatar nudos. No en vano su advocación preferida es la de la Virgen Desatanudos. ¡Santa María Desatanudos, ora pro nobis!
José Manuel Vidal