Misericordia para sanar las heridas del mundo
Asomado al balcón de las bendiciones, en plenas fiestas de Navidad, cuando las familias se reúnen y los corazones se esponjan con la compasión (aunque sólo sea pasajera), el Papa, como un buen padre de una inmensa familia, quiere transmitir esperanza a todos sus hijos. Pero especialmente a los más débiles, a los descartados, a los arrojados a la cuneta de la Historia.
Porque, como buen padre, aún queriendo a todos sus hijos, siente una especial debilidad por los más desfavorecidos. Le duelen especialmente las víctimas del terrorismo ciego y asesino; los cristianos perseguidos ("nuestros mártires de hoy") en muchas partes del mundo por la simple razón de ser cristianos; los encarcelados; los parados y los refugiados.
Éstos son los colectivos más vulnerables y que ocupan el centro del corazón y de los desvelos del Papa de los pobres. Y por ellos clama. Por ellos grita. Por ellos pide, humilde pero proféticamente, a las autoridades de este mundo, que no los conviertan en 'carne de cañón' de la indiferencia globalizada.
Un mensaje que manda al mundo, pero especialmente a la ONU, a esa especie de gobierno mundial, cargado de buenas intenciones, pero tantas veces ineficaz, para que active todas sus potencialidades de mediación e intervención en favor de la paz y contra la explotación y la miseria de tantos.
Colectivos de usar y tirar. Personas a las que no se les reconoce su bien más preciado: la dignidad humana. Gente a la que se le arranca su dignidad, como "los niños soldado, las mujeres que padecen violencia o las víctimas de la trata de personas y del narcotráfico".
Ellos son sus preferidos y, sobre todo, los preferidos del Dios que nace hecho hombre. Quizás porque ese mismo Dios formó parte de la legión de los descamisados del mundo. Ese mismo Dios nació en un pesebre, en las periferias de la vida, fue perseguido y tuvo que salir huyendo. Un Dios refugiado. Un Dios emigrante forzoso por el hambre, la persecución y la guerra.
Y Francisco vuelve a recordar, con dolor, las guerras de baja y media intensidad que siembran el odio y la muerte en diversas partes del mundo. Lo que él suele llamar la "tercera guerra mundial a trozos". Y las enumera, una a una. Comenzando por Tierra Santa, "allí donde el Hijo de Dios vino al mundo, continúan las tensiones y las violencias".
Y continuando por Siria, Libia, Irak, Yemen, Congo, Burundi, Sudán del Sur y Ucrania. Para concluir saludando con esperanza y alivio los esfuerzos de Colombia por lograr la "anhelada paz". Porque sin paz no hay esperanza y, sin esperanza, no hay sitio para la dignidad humana.
Por eso, tras hacer un recorrido por los males del mundo, para arrojárselos a la cara a los bienpensantes y a los obnubilados por el consumo, Francisco llama a la esperanza. Porque está seguro que, con la receta de la misericordia, se pueden "convertir los corazones y encontrar vías de salida para todas estas situaciones humanamente insostenibles". La misericordia y la ternura pueden sanar el mundo herido y vencer al Mal. Porque, como dice el salmista, "por mis hermanos y compañeros voy a decir: 'La paz contigo'"(Sal 121 [122], 8).
José Manuel Vidal