El Padre Ángel y Amalia, la "novia" del Papa

Está tan feliz que no deja de sonreír. Y eso que Amalia tiene "setenta y muchos años", acaba de llegar de Buenos Aires, tras un largo viaje, y vuelve a embarcarse a Roma, acompañada de la comitiva de Mensajeros de la Paz, encabezada, lógicamente, por el Padre Ángel. Pero ni se acuerda del cansancio. Sabe que va a ver al Papa, a "su" Papa y en Roma, cerca, muy cerca, a unos cuantos metros. Y con eso le basta.

La ha traído el Padre Ángel. Y desde que llegó, la bautizó con el cariñoso apelativo de "la novia" del Papa, porque se llama exactamente igual que la mujer argentina que dice que fue su novia allá in illo tempore.

Juntos los dos, Amalia y Ángel intentaron saludar a Francisco después del Regina Coeli. El padre para recordarle viejos tiempos y afanes compartidos en Baires, para poner en marcha y mantener casas de niños, residencias de ancianos y una residencia sacerdotal, especialmente querida por el entonces cardenal de la ciudad porteña.

¿Y Amalia? ¿Qué le diría Amalia a su Papa argentino, si tuviese ocasión? "No lo se. Seguro que me emociono y me pongo a llorar de alegría".

Al final, no pudo decirselo. Es tal la afluencia de público y las invitaciones que concede el protocolo vaticano que, en la práctica, los saludos individualizados al Papa casi han desaparecido. Es el Papa, el que pasa a saludar a los que tienen ese pase especial y son tantos que casi no puede detenerse con nadie.

No tuvo tiempos de decírselo, pero Amalia es una de esas mujeres que ha entregado su vida a los que viven en las periferias. Ha sido, por ejemplo, maestra de niños pobres y abandonados durante más de 30 años.

Se desvivió por los demás por convicción. Nunca fue una creyente de salón. Pisó barro y tocó la carne de Cristo en los más pobres. Nunca tuvo problemas para casar perfectamente en su vida la solidaridad y el compromiso con la espiritualidad. Sacristana, catequista y "también soy ministra de la comunión", dice con orgullo. Y presume, asimismo, de ser ministra del alivio, que es como llaman allá a las visitadoras de los enfermos.

Tiene, pues, Amalia títulos y méritos más que suficientes. Pero jamás podría haber soñado con este viaje a Roma, posible sólo por la invitación que le hizo el Padre Ángel.

Y, aunque no presuma de sus méritos ni se queje de nada, la primavera de su Papa argentino es posible gracias a gente como ella o como el Padre Ángel. Vidas entregadas sin pedir nada a cambio. Iconos de la solidaridad, ejemplos vivos de la iglesia que quiere Francisco.

Ambos los dos tuvieron la oportunidad de sentir el aliento, la sonrisa y el amor cálido del Papa. Y lo guardarán para siempre en su corazón. No para ellos, sino para transmitírselo a los abandonados en las fronteras de la vida. Y ayudar a Francisco a edificar la iglesia pobre y para los pobres que tanto ansia.

Amalia volverá a la patria chica del Papa Bergoglio a hacer lo que lleva haciendo toda su vida: consumirse por los demás. Tras dejarnos un grato sabor a buena persona, a mujer entregada y a firme creyente con los pies en el barro.

Y el padre Angel seguirá recorriendo todos los infiernos del mundo, para poner en ellos amor samaritano y solidaridad esperanzada. Con más fuerza si cabe, porque el Papa de los pobres quiere y necesita iconos solidarios, testigos creíbles del Dios de la misericordia y de la ternura, como le gusta repetir.

José Manuel Vidal

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