El Papa teólogo
«Más allá de esquemas tópicos, de altisonancia o trivialización maligna, Ratzinger se ha sabido siempre encargado con una tarea y se ha mantenido fiel a ella, escribía González de Cardedal. La ha querido cumplir en atenimiento a sus exigencias internas y sin guiñar los ojos a los ídolos circundantes. Un trabajador, un profesional en la 'humilde verdad' de cada día¿, porque ella es nuestro sostén y nuestra gloria». Estas palabras se hacían eco de las pronunciadas por el Papa en el atardecer del martes 19 de abril del año pasado, definiéndose como «un humilde trabajador en la viña del Señor», que cuenta también con una carismática y atractiva sencillez que inspira bondad, cercanía y calidez.
En la reciente historia de la Iglesia ningún papa llegó a la sede de Pedro con el bagaje teológico de Joseph Ratzinger, conseguido en la investigación y docencia universitaria, en momentos de fuertes y densos replanteamientos teológicos ante la entrada en escena de nuevas ciencias sobre el ser humano, de la evolución de la historiografía crítica, de graves exigencias de la exégesis bíblica, de convulsas crisis de la filosofía y de la aparición de múltiples teorías sobre el lenguaje.
En este panorama resalta la figura del profesor Ratzinger, con mente abierta y fe firme, clarividente siempre y crítico con respecto a lo antiguo y a lo nuevo. No es extraño que se mostrara desde sus comienzos como un teólogo renovado y renovador, junto a muchos de sus maestros y colegas, como Karl Rahner, Hans Urs v. Balthasar, Yves Congar, Romano Guardini, Henri de Lubac, Michael Schmaus, Edward Schillebeeckx, Piet Schoonenberg, Karl Barth y otros. Su forma de hacer teología está siempre supeditada a la búsqueda de la verdad, de la realidad y de la sabiduría, porque «una verdad sin realidad sólo sería algo abstracto. Y una verdad que no fuese asimilada por la 'sabiduría humana' tampoco sería una verdad puramente acogida, sería una caricatura de la verdad».
Esta pasión por la verdad encuentra su expresión más certera en su lema episcopal, « Cooperatores veritatis », que eligió consciente de la continuidad entre su labor docente de profesor y la nueva misión como arzobispo de Munich, porque «con todas las diferencias que se quiera, se trataba y se trata siempre de lo mismo: seguir la verdad, ponerse a su servicio».
Como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, asumió la tarea de promover, exponer y defender la fe católica desde esta nueva atalaya, sin esconderse detrás de su autoridad ni encerrarse en su silencio. Siguió realizando una labor teológica siempre en relación con los problemas más vivos de la Iglesia y manteniendo contacto con el mundo universitario, como espacio de información permanente, de reflexión crítica, y de debate.
El nombre elegido como Sucesor de Pedro nos remite a las realidades fundamentales de san Benito de Nursia para Europa y para la sociedad. Así va afrontando con juicioso discernimiento los diferentes temas que afectan a la Iglesia y a la sociedad, indicándonos que la fe en Jesucristo da sentido y profundidad a la vida del hombre y hablándonos al corazón sin perder fuerza su discurso teológico.
Es, a mi parecer, muy relevante que su primera encíclica, Deus est charitas, se publique precisamente en la fiesta de la conversión de san Pablo y coincidiendo con el final del Octavario de oración por la unidad de los cristianos. Considero que si Juan Pablo II, en su encíclica Redemptor hominis , estableció como principio-guía aquello de «el hombre es el camino de la Iglesia», es muy posible que Benedicto XVI complete tal axioma con el de «el camino del hombre es la Iglesia».
Julián Barrio, arzobispo de Santiago.