Resistencias internas a la 'tolerancia cero' del Papa Francisco
Lo acaba de reconocer el propio Papa Francisco, rindiéndole tributo por ello: “Benedicto XVI fue el valiente que ayudó a tantos a abrir esta puerta. Así que lo quiero recordar, porque a veces nos olvidamos de estos trabajos escondidos, que fueron los que prepararon los cimientos, para destapar la olla”.
Una olla que estaba absolutamente podrida, con cientos de miles de casos en diversos países del mundo que, durante muchos años, ni siquiera se denunciaban, por el descrédito social que la denuncia llevaba aparejada, añadiendo más dolor a la víctima. Los pocos casos que se denunciaban apenas tenían recorrido: el obispo llamaba la atención al cura denunciado, instaba al denunciante a no hacerlo público “para no dañar a la Iglesia”, y, a lo sumo, trasladaba al abusador de parroquia. En los casos más clamorosos, lo trasladaba de país. Por ejemplo, desde España se mandaban a Latinoamérica, donde continuaban ejerciendo de auténticos “depredadores sexuales”.
La estrategia del encubrimiento y del traslado se justificaba con razones que nunca tenían presente a las víctimas, sino a los victimarios y al supuesto mayor bien de la institución. Se repetía aquello de que “para no dañar a la Iglesia, los trapos sucios hay que lavarlos en casa”. Algunos llegaban incluso a intentar disfrazar la perversa dinámica del silencio y del encubrimiento con razones teológico-pastorales.
El 8 de septiembre de 2001, el entonces prefecto del Clero, el cardenal colombiano Darío Castrillón, enviaba una carta a monseñor Pican, obispo francés de Bayeux-Lisieux, en la que, entre otras cosas le decía: “Le felicito por no haber denunciado a un sacerdote a la administración civil”. Más aún, su actitud deberían seguirla todos los obispos del mundo, porque ningún ordenamiento civil puede obligar a un “padre a testificar contra sus hijos”. Y los curas, aunque sean pederastas convictos y confesos, son “hijos espirituales” de sus obispos, según el purpurado.
Los escándalos del Vatileaks, pero sobre todo la plaga de las manzanas podridas del clero, dejaron al Papa Ratzinger sin “fuerzas físicas y espirituales”, para seguir limpiando la Iglesia. Y el barrendero de Dios presentó la renuncia (en un gesto histórico) y le pasó la escoba a su sucesor, el Papa Francisco.
Con Bergoglio en el solio pontificio, la lucha contra la pederastia clerical se convierte en una prioridad absoluta. Y para romper la dinámica del encubrimiento no sólo fustiga a los abusadores y a sus encubridores y cómplices, sino que toma medidas concretas contra ellos. Tanto a nivel interno como externo.
En el seno eclesial, obliga a los obispos de todo el mundo a suspender del oficio de su ministerio ipso facto al clérigo acusado de abusos, recluirlo en un monasterio o en un lugar en el que no tenga contacto con menores, incoar un juicio canónico y poner el caso en manos del dicasterio romano de Doctrina de la Fe. Al mismo tiempo, les impone a los prelados la obligación de denunciar a los curas abusadores a las autoridades civiles, para que puedan poner en marcha el juicio civil.
Pero gran parte de la jerarquía no comparte los nuevos métodos (“acusicas”, llegan a decir algunos) de Francisco. La “vieja guardia” curial y episcopal se opone a ellos por principio (la susodicha paternidad espiritual) y otros muchos prelados, sin oponerse frontalmente, se dejan llevar por las inercias de la época anterior. Y el vicio del ocultamiento sigue campando a sus anchas.
Consciente de las resistencias clericales, el Papa afina los instrumentos de presión y crea un departamento específico en la congregación de la Fe y, además, nombra una comisión ad hoc, presidida por el cardenal O'Malley, arzobispo de Boston, e integrada por media docena de víctimas de abusos sexuales del clero. Medios para quebrar la dinámica ocultadora y poner coto a lo que Francisco llegó a llamar “el sacrificio diabólico” de los menores a manos de los curas abusadores.