Los "otros" obispos de Limburgo

Se hizo famoso en todo el mundo como el obispo del despilfarro. El titular de Limburgo, de nombre impronunciable, se gastó más de 35 millones de euros en su palacio y aledaños. Sólo la foto con el BMV blanco deportivo clama al cielo. Y la bañera de 15.000 euros. Un títpico obispo-príncipe. De los que no quiere Francisco. Y, como era de esperar, el Papa le llamó a capítulo y, tras hablar con él, decidió cortar por lo sano: apartarlo de su diócesis. Por ahora, temporalmente. Se me antoja difícil que vuelva a ella.

Una buena lección para otros muchos obispos del estilo antiguo. Un claro aviso a navegantes. Porque, en Alemania, en España y en otros muchos países, se fue extendiendo, durante estas últimas décadas un modelo majestuoso de ser obispo. Obispos señores, obispos con un ejercicio del poder autoritario y absoluto, parapetados en sus palacios y en sus curias (con aduladores en busca del escalafón y de los mejores puestos). Prelados fomentadores del servilismo, inseguros y, por eso, mandones. Y, por supuesto, ahogadores de cualquier disenso o crítica. Tanto de la crítica interna como, especialmente, de la de los medios de comunicación. Por eso, se estigmatizó a los informadores como "enemigos". La vieja táctica de matar al mensajero.

El obispo de Limburgo llevó a la práctica (quizás en forma excesiva) la forma tradicional de entendcer su función episcopal: pequeño príncipe de derecho divino. Y su caso plantea preguntas eclesiológicas profundas. Por ejemplo, ¿las estructuras eclesiásticas favorecen el hecho de que personas con marcadas características narcisistas asciendan en el escalafón jerárquico? ¿El culpable de esta situación es sólo el obispo o lo son también sus compañeros prelados, su clero, sus fieles? ¡Cuánto daño hizo y está haciendo el miedo y, sobre todo, el silencio de los buenos, que los torna cómplices!

Porque obispos como el de Limburgo proliferan. Y los hay también entre nosotros. Quizás no tan exagerados en las formas externas, pero sí con parecido autoritarismo y singulares dispendios. Que se lo pregunten si no a los curas y fieles de Granada. Su obispo, Javier Martínez, aparte de otras lindezas, acaba de inaugurar una Escuela de Magisterio de la Iglesia, vanguardista, con una superficie total de casi 20.000 metros cuadrados, en cuya construcción se han empleado tres años

Para construirla pidió un préstamo de 19.518.133 euros mediante la firma de una hipoteca constituida a nombre del arzobispado. La actuación de Martínez provocó quejas ante el nuncio y ante el Vaticano por parte de su propio Consejo Diocesano de Asuntos Económicos. Y es que el préstamo supone hipotecar a la diócesis durante un plazo de 25 años, periodo tras el cual el arzobispado habrá pagado unos 38 millones. Por lo demás, cuentan los medios de Granada que desde que Martínez asumió el cargo, en 2003, el déficit de la archidiócesis ha pasado de 1,2 a más de 30 millones.

Y el de Granada no es el único obispo español "megalómano". Algún día habrá que hacer el recuento. Pero, ahora, se impone un cambio de modelo en el ejercicio episcopal. Y que se note hacia dentro y hacia fuera. Es hora, quizás, de volver a dejar los palacios episcopales (hasta el nombre suena mal) y que los prelados se vayan a vivir a los seminarios, por ejemplo. Como se hizo en el postconcilio. Porque, aunque a algunos les duela, está claro que la hoja de ruta de Francisco es reactivar el Concilio, "congelado" durante las últimas décadas. Es hora de que nuestros obispos pongan el reloj a la hora de Roma. Sin reticencias. Como debe ser.

José Manuel vidal
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