ALMA Y VIDA EN MI CATEDRAL

Recordando

ALMA Y VIDA EN MI CATEDRAL

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 Catedral de Pamplona

                 Conocí el templo madre de la diócesis a los doce años, cuando ingresé en el seminario de Pamplona. Nos llevaron a ver la gran iglesia en calurosa tarde de verano. Una grata frescura estimulante se percibía en el sagrado recinto; el suave olor a incienso húmedo multisecular semejaba una droga a lo divino. La vista se perdía en la penumbra de un crepúsculo azul-rojizo, hecho de vidrieras polícromas.  Aquel ambiente recogido y sereno invitaba a enfrascarse en la oración.  Nuestra niñez no osaba levantar la voz... Nuestra admiración empero, se dirigía al sepulcro de Carlos III el Noble y al Cristo milagroso.

                 No se ve desde la calle la campana gigante.  Se la nombra entre las diez mayores del mundo. La gran esquila no puede ser volteada.  Dos hombres mueven el pesado badajo en los días de gran fiesta. Los curas que perciben su sonido han logrado el sueño dorado del clero hasta la primera mitad del siglo veinte: una parroquia adonde llegue el eco del gran bronce.

                 La catedral de Pamplona: cincuenta sacerdotes se cobijan bajo su sombra. Ellos han conseguido la meta suprema de los clérigos medievales.

                 Preside el lugar santo una imagen de madera y plata, Santa María la Real. Ante ella juraban los fueros los reyes de Navarra. Ascienden las ojivas solemnes hacia el cielo, en ademán de abrazarlo.

                 Decían que el exterior es un pegote neoclásico. A mí me llamaban mucho la atención los pináculos de las torres gemelas., en forma de campanillas descomunales, verdaderas proyecciones megalíticas del bronce que guardan en sus entrañas.

                 Subí a contemplar de cerca el señero esquilón: recordábame la bóveda de un palacio de hierro. El aliento de mi persona resonaba al chocar con aquellas paredes metálicas, en ecos profundos que iban y venían, entretejiendo el espacio vacío. Permanecer en aquel lugar mucho tiempo hubiera sido pesadilla.

Pude admirar absorto el claustro gótico: presume de ser el

mejor de Europa. Lo recuerdo en los días del Congreso Eucarístico, con varios cientos de imágenes marianas, traídas de los pueblos para acompañar a Jesús.

                 El sepulcro del guerrillero Espoz y Mina nos llamaba la atención.  Poco sabía yo del "Aldeano de Idocin". Después de siglo y medio de su defunción, el río de sangre navarra de la guerra de la independencia ha desembocado en el océano del olvido.

                 Una imagen polícroma de María, situada en el mismo dintel de la puerta, recibe a quien penetra en el Templo.       Nosotros levantábamos muy en alto la mano para tocar su pie y besar después nuestros dedos "santificados"...  Decían que en tiempos remotos un canónigo gigante besaba las plantas de la Reina y Madre con ósculo directo y sin ningún esfuerzo.

                 La capilla de la Barbazana ocultaba su interior, en obras por aquel entonces, a las miradas de los curiosos con unas rústicas tablas. En ellas un centenar de inscripciones bárbaras entretenían los ocios del ya cansado visitante. Cada uno de los anónimos literatos desahogaba sus complejos en las maderas sin pulir: "Cambio mujer de cincuenta por dos de veinticinco"- rezaba un rótulo.  Aquella frase hirió mi mente virgen de adolescente.

                 El claustro gótico rezuma paz y silencio.

                 Recé el rosario en más de una ocasión en las tardes calurosas del estío, acariciado por el trino de los pájaros y el rumor de hojas de los árboles, que acunaban mi alma en ansias de eternidad. No podía yo sospechar en mis años de seminario que en alguna ocasión iba a poder disfrutar de aquella paz íntima.

                 En las grandes solemnidades de pascua, Pentecostés e Inmaculada, llegábamos jadeantes con las manos metidas en las mangas de la sotana, para recibir al Prelado, celebrante de la Misa Pontifical. Aquello parecía más fastuoso que una corte del Extremo Oriente. Acompañado de un séquito de canónigos, beneficiados y sacerdotes, atravesaba el Prelado la "puerta preciosa". Vestía de rojo y armiño y tras él se extendía, cual reminiscencia de algún noble antepasado de la raza simia, la interminable cauda de de diez metros, sostenida en su extremo por el seminarista Julio Morondo, tan satisfecho como el Prelado multicolor.

                 El Monseñor, a pesar de su ropaje, que le colocaba muy por encima de sus semejantes, sentíase humilde. Llegó a decir en cierta ocasión: " Cuando muera, desearía que me enterrasen aquí;(debajo mismo de nuestra Señora, en el pasadizo) para que todos cuantos entren en la Catedral me pisen."      Nunca llegué a comprender una mentalidad tan contradictoria: el superlujo palaciego, frente a la más insólita modestia.

                 El Deán del cabildo con voz rutinaria leía la concesión de indulgencias en el momento en que los fieles iban a recibir la bendición papal. El Pontífice la impartía después. Uno dudaba si aquello iba en serio o en broma a juzgar por el tono de voz, mezcla de rutinario, displicente, somnoliento, desgarrado y de mal gusto. No disfrutaba de mayor claridad la tonadilla que el Monseñor empleaba en la salmodia del rito.

                 ¿Y qué diremos del aria del subdiácono entonando la epístola?  Un compañero la definía con sorna: "La voz del beneficiado Gorricho semeja la de un gato mal castrado".

                 Junto a lo grotesco de estas ceremonias hacía acto de presencia lo sublime. El Templo entero parecía un haz de luz en el marco inigualable del gótico más puro. El órgano derramaba sus notas sobre el recinto sagrado   cual lluvia copiosa de emociones celestes. Los ornamentos, el incienso, el ambiente de respeto de los fieles, creaban un clima de trascendencia. ¡Demasiado grande el contraste!

                 Como puente de unión entre lo ridículo y lo sublime, la figura del canónigo magistral, hombre famoso en el terreno político de la España del "Movimiento y la Falange".  Don Fermín Yzurdiaga parecía el espíritu que pretende triunfar sobre la materia.  Su actuación estaba a la altura de las circunstancias por el lado sublime. Elevábase su oratoria por encima de las mentes más sutiles.  La pieza perorada había de ser modelo en el aspecto literario. Su voz recorría las escalas cromáticas más variadas para desembocar en el tono heroico.

                 La parte ridícula no era menor: los gestos del magistral eran propios de la tragedia griega o, tal vez más exactamente, del águila perdiguera, cuando planea por los aires para lanzarse sobre su presa.  Pocas personas le atendían, muchas menos le entendían. Todos empero exclamaban: ¡Qué gran orador!  Las mentes sesudas afirmaban que era un placer escuchar a tan ilustre predicador. Yo me desahogaba con mis amigos, sin ningún complejo, y les decía: "Durante la media hora de sermón mi sueño ha sido profundo. No es Don Fermín monótono; todo lo contrario. El cambio continuo de su voz logra en mí el efecto de una sinfonía a altas horas de la noche.  ¡Cuántos actos de culto allí, junto a Santa María la Real, junto al altar del Sagrario; al lado del órgano!

                 El oficio de "tinieblas" del Miércoles Santo, con la salmodia recitada a la perfección por el seminario mayor.  Todos vivíamos a tope el misterio de Jesús en su pasión, muerte y triunfo glorioso.

                 La bendición de los óleos impactó de un modo especial en mi

memoria. Unas grandes ánforas llenas de aceite, y tres docenas de sacerdotes junto al Obispo, invocan al Espíritu Santo para que descienda en absoluta bendición. Un amigo mío, estudiante de teología, mayor que yo, tuvo la suerte de portar en sus manos el bálsamo para la consagración del santo Crisma.  Durante todo el día su persona exhalaba un perfume oriental, recuerdo de trascendencia. Se necesita fe para participar con gusto en estas ceremonias. El rito externo, los gestos, no se diferencian con los efectuados en tiempos remotos por personas primitivas. Y es que el hombre, dada su naturaleza, para expresar cuanto supera a los sentidos, se ha de servir de la simbología según su eterna idiosincrasia.

Un museo se inauguró en las salas adyacentes al claustro.

Desde entonces mi querida Catedral con todos sus aledaños ha perdido gran parte de su embeleso. El templo estricto aún lo conserva, mas no puedo traspasar la puerta de la Virgen sin que se me exija una ofrenda pecuniaria como arancel. Esto ya no me va. Y no es que carezca de dinero...  Mi musa contemplativa cae malherida al sonido de las monedas.

            Mi Catedral está en ruinas. Ya no se pueden celebrar novenarios de la Inmaculada sin un estipendio metálico pingüe: ¿cómo subsanar el consumo de energía?

            ¡Mi gran Templo Sagrado!

            ¡Ojalá las ideas de amigos canónigos, antiguos compañeros del seminario, consigan devolver el antiguo encanto al alma de aquellos benditos muros! ¡Triste ha sido la conjunción de lo sublime y lo grotesco! ¡Convendría comenzar una nueva cadena y volver a la pureza original!

            En esta catedral me encontré de lleno con el amor humano. Abandoné, como tantos otros amigos, lo estudios eclesiásticos. De aquellos años de seminario me quedan añoranzas, desilusiones y gozos ensartados en una gran fe.

            Una tarde veraniega, en las canículas de julio, conocí a la hoy esposa mía, mientras el organista de mis años jóvenes, hacía desgranar por el templo un derroche de notas y acordes, la Fuga de Bach.

José María Lorenzo Amelibia

José María Lorenzo Amelibia                                         Si quieres escribirme hazlo a: josemarilorenzo092@gmail.com              Mi blog: https://www.religiondigital.org/secularizados-_mistica_y_obispos/  Puedes solicitar mi amistad en Facebook https://www.facebook.com/josemari.lorenzoamelibia.3                                           Mi cuenta en Twitter: @JosemariLorenz2

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