El enfermo y la soledad

 Enfermos y Debilidad

El enfermo y la soledad

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            ¿Quién estará más solo: un preso, un obispo o un enfermo? No es fácil responder. Yo no tengo la experiencia del preso ni del obispo; sí la del enfermo. Y cuando uno se enfrenta a la operación quirúrgica grave, y más aún a la muerte, por muy acompañado que se encuentre, la soledad es tremenda.

            Me decía un amigo, cura muy santo que él nunca se encontraba solo; que siempre notaba junto a sí la presencia de Jesús, de Aquél que por la mañana se había reclinado en sus manos y había sido alimento de su alma. Pero yo creo que la soledad, sobre todo en momentos puntuales, arraiga en nuestro ser como tributo que paganos a la propia individualidad. ¡Momentos de separación de los seres queridos o de costumbres muy arraigadas…

            Tenemos una gran suerte los creyentes de poder mirar a Jesús, nuestro Maestro. También Él hubo de dejar su casa, sus costumbres, a su madre querida. Y vivió en la mayor pobreza. Ni siquiera tenía una madriguera como las bestias de la tierra. Se encontró muy solo en numerosas ocasiones. Solo sobre todo en Getsemaní, cuando dormían muy tranquilos sus amigos; solo para enfrentarse con una sentencia de muerte; solo en la cruz, abandonado del Padre.

            Sus discípulos - aquellos hombres, un día miedosos - no fueron mejor tratados que su Señor. Basta mirar la muerte que sufrieron todos ellos. Por eso no nos engañemos los creyentes pensando que siempre vamos a vivir en un Tabor, y nunca vamos a sentir la soledad ni el desaliento, siendo así que el mismo Cristo los sintió. Pero siempre nos acompañará una gran esperanza. Quien haya tenido el valor de soportar el duro peso de la cruz, podrá conocer el gozo de la resurrección.

            Otro amigo mío, sacerdote y poeta, escribe unos versos muy buenos, pero muy quejumbrosos. Se diría que siempre está protestando ante el Señor de lo duro de esta vida, de lo oscuro de la fe, de la amarga soledad ante el misterio. Pero yo lo conozco y no se queda su vida en una queja estéril. Es un desahogo desgarrador de creyente y doliente. Y siempre mantiene los ojos puestos en el Señor, aunque se siente a veces como Jesús abandonado del Padre.

            El día en que la cruz, en cualquiera de sus formas, llegue a destrozar nuestros planes y ofusque nuestro entendimiento con la tentación de la desesperanza, no sea para nosotros ocasión de rebelarnos ni de renegar del amor a Dios. Saber caminar como lo hacía nuestro místico San Juan de la Cruz: “Sin otra luz y guía sino la que en el corazón ardía”.

José María Lorenzo Amelibia

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