¿Merece la pena tener fe en el mundo secularizado?

Para un creyente, el valor más importante es la fe, luz, fuerza y amor para vivir. Pero los datos confirman que la fe está ausente total o parcialmente en un porcentaje alarmante de bautizados. Y tan grave como la falta de fe es la indiferencia que caracteriza a la Europa secularizada y quizás al mundo de hoy, porque el indiferente vive como si el Tú no existiera. Sin embargo, insiste el creyente, la fe es bella y atrayente porque abre el tesoro cristiano: Cristo, la persona más fascinante de toda la historia; la imagen de Dios como padre misericordioso, las perspectivas del Reino para humanizar y salvar al mundo ofrecen un sentido a la vida ante el dolor, la muerte y el más allá. Es cierto que la fe tiene sus exigencias pero son mayores las satisfacciones que ofrece.

La fe del creyente
Para un creyente, el valor más importante es la fe que no es, precisamente una droga, sino la luz, la fuerza y el amor para caminar, relacionarse con el prójimo y realizar las tareas. También es la roca que sostiene en las dificultades y la energía para superar los problemas diarios. Interpretamos la fe en clave de aceptación gozosa y como la apertura total del yo a un Tú no verificable. En plan de metáforas, se puede contemplar la fe como una luz que ilumina, el eje-centro, un puente, la llave, el mando de la televisión, el ratón del ordenador, la puerta de la casa, la raíces profundas, la roca (y no arena), el microscopio o telescopio, el motor, el freno, el volante o timón, el acelerador, el teléfono, el árbol, la fuente, la voz amiga La fe lo es todo y está en todo (25).
La fe ausente, grave problema en el cristianismo
Los datos confirman que la fe está ausente total o parcialmente en un porcentaje alarmante de bautizados. La ausencia de la fe es el problema mayor que tiene la Iglesia a comienzos del siglo XXI. A la falta de fe hay que añadir la confusión en los criterios que la identifican como un sentimiento religioso más, el opio del pueblo, un credo ritualista ocasional, la costumbre folklórica, el simple cumplimiento de prácticas piadosas o unas normas cristianas de moralidad, la religiosidad supersticiosa que comercia con Dios, el miedo religioso o una simple ideología social, política o moralizante... (23)

Crece la indiferencia religiosa
Tan grave como la falta de fe es la indiferencia que caracteriza a la Europa secularizada y quizás al mundo de hoy. El indiferente prescinde de Dios, vive como si el Tú no existiera. En efecto, Dios no le interesa, manifiesta insensibilidad hacia las cuestiones religiosas, carece de cualquier tipo de obligación religiosa y sustituye lo religioso por la profesión, la política, la familia o por la simple evasión. Entre las causas de esta indiferencia destacamos la comodidad, una libertad exaltada, el hedonismo, la confusión ideológica y el bombardeo de los medios de comunicación social. Muchos justifican su postura indiferente por las deficiencias de la fe, por la moral que aparece “como muy exigente”, o por el mal testimonio de los mismos representantes de la Iglesia (28).

Sin embargo la fe cristiana es bella y atrayente.
¿Razón? Porque es la llave-clave que abre el tesoro cristiano. La fe revela quién es Cristo, la persona más fascinante de toda la historia; fundamenta una imagen de Dios como padre misericordioso, aplica las perspectivas del Reino para humanizar y salvar al mundo; abre nuevas perspectivas a los hombres con la esperanza; ofrece un sentido a la vida ante el dolor, la muerte y el más allá; presenta a la Iglesia como la comunidad elegida por Jesús para continuar la obra del Reino de Dios Y descubre el secreto de un Padre Damián, de un Hermano Rafael, de una Teresa de Calcuta o de un Juan XXIII que interiorizaron la fe amando al prójimo (24).

El dinamismo de la fe
Cierto que la fe es bella y una razón para la alegría, pero también es verdad que tiene un dinamismo con sus correspondientes exigencias. En efecto, la fe del cristiano a imitación de los Apóstoles, tiene como arranque el encuentro impactante y no meramente doctrinal con el Señor, sigue el entusiasmo por el mensaje revolucionario sobre el Reino de Dios, acepta compartir con el Maestro su vida con radicalidad a la hora de pensar, sentir y actuar. El discípulo tiene como norma la voluntad de Dios y como meta la santificación (1Ts 4,3). La fe que profesa el bautizado en la comunidad católica es, precisamente, «la católica» y la que comparte con otros cristianos en el marco de la misma comunidad eclesial. Pero también el seguidor coherente de Cristo recibirá el premio prometido a los Apóstoles (29).
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