Novela PHD 16º Y sucedió el milagro

Gran sorpresa en julio de 1985: Alberto padecía cáncer de sangre. Urgía visitar a don Felipe que le expuso los criterios más radicales sobre la vocación del enfermo. El pintor enfermo continuó su vida de oración, de manera especial contemplando los 20 cuadros que componían la exposición de la sala llamada “Eucaristía y pintura”. Y con fortaleza y humildad, afrontó los sucesos del fatídico año 1987 que le ayudaron para descubrir el misterio de la cruz por el dolor, la calumnia, la humillación y el abandono de los amigos. Siempre animado, entró en el huerto de Getsemaní y puso en marcha su plan de pastoral con los enfermos. Y llegó a decir: “gracias, Señor por la leucemia. Ayúdame a vivir esta nueva vocación”. Sí, sucedió un milagro en la vida de Alberto.

16º
Y SUCEDIÓ EL MILAGRO
(1985-1987)

Quedó muy preocupado Alberto por la últimas palabras de la Madre, la Virgen María:
-“cuida tu salud que me está preocupando. Sigue fielmente lo que te prescriben los médicos”.
Y la respuesta que dio: “sí, Madre, sí, mamá”, la puso inmediatamente en práctica, pues al día siguiente fue al Hospital para hacerse una analítica. De la depresión no se preocupó pues reconocía que estuvo ocasionada por el strés de esos días y por una crisis de humildad. La receta de Félix y la corrección de Jesús y María, eliminaron rápidamente los síntomas alarmantes, quizás causados en buena parte por la anemia. De todas maneras, creía que se trataba de una deficiencia normal.
En julio de 1985 Alberto experimentó una gran sorpresa cuando al visitar nuevamente al doctor Álvarez le dijo con los análisis en la mano:
-Don Alberto, disculpe, pero usted se ha descuidado. Le avisé hace algún tiempo de la anemia y no ha tomado los remedios que le indiqué. Lamento comunicarle que tiene un problema muy grave: padece leucemia, inicial sí, pero progresiva. Muy pronto notará los síntomas más alarmantes. Debe internarse en el hospital por unos días. A ver si tenemos suerte y logramos detener ese incipiente cáncer de sangre. Y como buen creyente, le recomendó:
-rece usted a sus santos de devoción que mucho lo necesita.
Podemos imaginar la impresión de Alberto. Él jamás había padecido una enfermedad grave ni mucho menos había ingresado en un Hospital. Impresionado por el severo diagnóstico, visitó al Obispo don José María, que estaba a punto de jubilarse. Como siempre, le dio ánimos y toda clase de facilidades:
-que no se preocupara de sus cargos. Los tendría cuando su salud se lo permitiera. En cuanto a su afición por la pintura, bien como distracción, pero sin agobiarse ni dedicarle mucho tiempo. Lo prioritario, su salud. De la cuestión económica, no debía preocuparse: la diócesis afrontaba todos los gastos. Además, desde hacía poco tiempo que su amigo Luis atendía como capellán al Hospital. Quién mejor para facilitarle las visitas a los doctores, y, sobre todo, para acompañarle en todo momento.
Lamentablemente acertó el buen doctor, porque Alberto, una vez salido del Hospital, a las pocas semanas, en el verano de 1985, y a pesar de una vida tranquila y del poco trabajo, comenzó a experimentar los síntomas de cansancio, las pocas ganas de comer, la escasa fiebre pero intermitente, el dolor en los huesos, la débil tolerancia al ejercicio físico, alguna que otra hemorragia, la aparición de manchas en la piel y la pérdida de peso. No faltaron los dolores de cabeza y los sudores fríos. Y la palidez en el rostro que llamaba mucho la atención. Alberto, estaba enfermo. Tenía que comunicar a don Felipe y a Luis su crítica situación

Dramático diálogo con don Felipe, 7 septiembre 1985
Por el mismo tiempo, la salud de Don Felipe se resintió y de tal modo que no pudo asistir a la Asamblea sacerdotal de mayo. Crecieron los síntomas de su dolencia cardíaca y dejó la dirección de la Casa de ejercicios. Aunque había reducido su actividad, sin embargo no faltó quien le comunicara la grave enfermedad de Alberto. El experto director a los pocos segundos de hablar con él, ratificó su presentimiento. Alberto quedó extrañado por el tono con que le habló don Felipe. Él, que siempre le trataba como un padre firme y autoritario, ahora utilizaba un tono suave, como el de una madre misericordiosa. Le acogió con especial cariño, porque presentía que por su enfermedad y la de Alberto, sería la última entrevista. Pero no le faltó el humor cuando con voz débil le dijo:
-estamos unidos por la enfermedad. La mía quizás sea la última y en pocas semanas me llame el Señor a su compañía. La tuya, Dios dirá. Sí, Alberto estamos hermanados en la cruz y en la esperanza. A la luz de la fe, nuestras dolencias son un regalo del Señor, una gran oportunidad para avanzar en nuestra santificación. Yo desearía que no valoraras tu cáncer de sangre como una frustración para tu vida, todavía joven con tus cincuenta y pico, sino como una vocación, una llamada del Señor, que no es inoportuna, ni muchísimo menos. A los dos nos pide, ante todo, tener claro su voluntad para esta situación.
-Sí, imagino que será la santificación en la enfermedad, en el dolor físico continuo, con las muchas limitaciones.

Don Felipe: la enfermedad como vocación
-Exacto. Y para mantenerse firmes tenemos, te hablo en plural en razón de mi enfermedad, debemos meditar, ante todo en Dios que nos llama como enfermos limitados para unas tareas fundamentales en nuestro servicio a la Iglesia. Reflexionemos con claridad que la enfermedad nos asocia más a la cruz de Cristo y a cuantos sufren más que nosotros. A mí siempre me motivó lo de San Ignacio: “más sirve el que padece que el que hace por el Reino de Dios”. Yo estoy convencido, y desearía que tú también, que si por la misericordia de Dios hemos sido útiles en años anteriores, ahora, Alberto, lo podemos ser mucho más.
-Gracias, pero existe una gran diferencia entre el enfermo don Felipe con fama de santidad y un servidor con unos treinta años menos y con muchos “vaivenes” espirituales que usted bien conoce. De todos modos aprovecharé la enfermedad para practicar la caridad penitente y reparadora. Necesito purificarme de mis muchos pecados.

-Bien, bien. No me canonices en vida. Dios sabe mi historia. Todos tenemos razones para la penitencia reparadora. Y cuanto más edad, como es mi caso, con los 86 años, más necesidad tengo de reparar y purificarme. No las tengo todas conmigo, no. Ahora bien, tú y yo aprovechemos el tiempo que el Señor nos conceda para intensificar la unión con Dios, la condición del peregrino que espera poder contemplarlo “cara a cara” en el cielo.

Alberto: cobardía ante el dolor
-Así lo deseo, don Felipe. No me falla la esperanza pero tengo que confesarle cómo en estos días me he sentido débil, con miedo, dominado en muchas ocasiones por la cobardía ante el dolor y la enfermedad que se puede agravar hasta el extremo, hasta la muerte. Le manifestaré que con frecuencia acudieron a mi mente el recuerdo de los pecados de mi vida pasada, el poco dolor y reparación por las ofensas cometidas contra Dios y el prójimo, la conversión poco coherente y progresiva, la misma debilidad ante los pecados capitales y ante los influjos negativos. No he practicado como usted aconseja esa comunicación continua con Dios y me encerré más en mi salud y en mi pintura. Fíjese que en un momento de rebeldía hasta llegué a preguntar al Señor el por qué de mi enfermedad tan grave y a mi edad. Y....

Don Felipe: seamos prudentes y confiados.
-Alberto, la misericordia de Dios es infinita y nuestras culpas finitas. Déjate abrazar por su amor. Recuerda que las matemáticas de Dios son diferentes a las nuestras y que no están supeditadas a los dictámenes médicos. Sí, seamos prudentes a la hora de seguir el consejo humano, pero confiemos en los planes del Señor. Es el momento de acentuar el “hágase tu voluntad” y de abrazarse confiadamente a la cruz, aceptada con paz, gozo, abandono y, me atrevo a decírtelo, hasta con gratitud. Es la ocasión de unirnos a Cristo con amor y esperanza pascual. Alberto, quiero para ti, lo que yo deseo vivir hasta el final.
-Gracias, pero han sido tan diferentes su vida y la mía. Con menos edad he pecado más que usted. Por mi situación y dada su experiencia, don Felipe, ¿en qué debo insistir más en los próximos meses como enfermo?
-Ahora, más que nunca, nosotros como enfermos estamos llamados a manifestar nuestro amor a Dios con el Abandono desde Jesús, tal y como expresa el P. Foucauld con su oración: “Padre, me pongo en tus manos...”. Ahora, como siempre debemos cumplir su voluntad manifestada en la enfermedad. Pero sin obsesionarse con la condición de enfermos, sino animados con el plan de Dios que debe seguir rigiendo nuestras vidas como el centro, la raíz, el motor, la esperanza, la atracción y el eje polarizador. Recuerda la espiritualidad del enfermo, la del Hermano Rafael: “Dios, sólo Dios, siempre y en todo Dios.”
-Unidos a Cristo y a María manifestemos la ilusión de adorar, alabar, amar y engrandecer a Dios en esta situación personal pero en comunión con el mundo del dolor, de los enfermos y de los que están en el purgatorio. Y en cuanto a tu situación: insiste en la confianza en la misericordia de Dios. Además, no veo claro que tu enfermedad te limite totalmente. Puedes recuperar la salud. No te desanimes. Sigue fiel a tus apoyos, los de siempre y los de la enfermedad

Alberto pregunta: ¿En qué puede apoyarse el enfermo?
Y don Felipe contesta:
-Pues sí, ahora más que nunca debemos dirigir nuestra mirada al Cristo crucificado y a los que sufren más que nosotros. Tú bien sabes que la paciencia y la humildad en nuestra situación, es más necesaria que nunca. No seamos egoístas y comprendamos a los que no pueden darnos cuanto nosotros creemos que necesitamos. Mucha paciencia a la hora de pedir sin atosigar. Sé el enfermero del enfermo que esté a tu lado. Y siempre como sacerdote dispuesto a dar paz, ánimos y si es posible alegría, a los demás.
-Maravilloso el plan de vida que me propone, don Felipe. Quien pudiera realizarlo pero la misma oración me está fallando estos días.
-¡Ánimo, Alberto! Confía en tus amigos Jesús y María que te consolarán. Si no puedes meditar, por lo menos di jaculatorias, la oración del pobre que recita parte del Padre nuestro. Ten presente el testimonio de tantos cristianos que vivieron con paz y alegría su enfermedad, de tantas madres-padres que se olvidan de sus dolores ante el hijo enfermo. Anda, terminemos nuestra conversación recitando la oración de Carlos Foucauld.
-De acuerdo, pero antes, escúcheme en confesión.

La oración de un sacerdote, pintor y místico
Con sus altibajos, el seminarista, sacerdote y profesor de teología Alberto Navarro, fue una persona de oración. Desde su conversión, la comunicación con Dios ocupó lugar preferente y cada vez sentía más la necesidad de orar en cualquier ministerio sacerdotal sin excluir la tarea de pintor. Dios ocupaba el centro de su vida y cualquier tarea le impulsaba al trato amistoso con el Señor. Así sucedió con la última obra relacionada con la pintura.
Años atrás, Alberto y Luis recibieron el encargo del obispo don José María de montar una sala en el museo diocesano con pinturas que pudieran tener relación con alguno de los momentos de la santa Misa. Así surgió la sala llamada “Eucaristía y pintura”. Alberto como director y Luis como ejecutor, lograron reunir en una sala 20 cuadros: la mayoría, copias; la minoría de autores conocidos entre los que se encontraban, claro está, las obras del pintor toledano, especialmente las de Jesús y María en oración. Alberto y Luis acoplaron cada cuadro al momento litúrgico correspondiente. El visitante podía vivir espiritualmente la Misa siguiendo el orden de los cuadros: desde el saludo inicial, el primer cuadro, hasta la despedida, el cuadro número veinte.
Terminada la exposición antes del verano de 1985, no sería inaugurada hasta el próximo año con motivo de un Congrego eucarístico diocesano. Por cierto que obtuvo gran éxito la nueva sala del museo diocesano: Eucaristía y pintura inaugurada en mayo de 1986. Aunque las obras no fueran originales, sin embargo la aprobación fue unánime. El secretariado de Catequesis de la diócesis publicó como material para la enseñanza de la Misa un Álbum con las fotografías de los cuadros y con un folleto que explicaba los detalles de cada uno relacionado con la Misa.

Plegarias en la sala “Eucaristía y pintura”
Sin embargo dada su enfermedad, Alberto pensó que para esa fecha no podría asistir. Entonces, por su cuenta, ideó una inauguración muy personal. Una mañana, él solo ante las pinturas, comenzó un retiro espiritual de oración y contemplación. Por más de tres horas fue recorriendo cuadro tras cuadro. Miraba y contemplaba cada uno, después guardaba silencio interior. Recordaba el mensaje litúrgico correspondiente. Finalmente escribía a modo de oración lo que el Señor le inspiraba.
De los 20 cuadros con sus respectivas oraciones, seleccionamos solamente algunos de los más significativos de su oración y de la vida espiritual del sacerdote, pintor y místico Alberto:

La Santísima Trinidad corona a la Virgen, escena muy apropiada para el saludo del comienzo de la Misa.
Señor, Padre nuestro: concédeme interiorizar tu amor en esta Eucaristía que ofrezco agradecido para gloria tuya.
Jesús Redentor, deseo participar en la fuente de la gracia, tu Misterio pascual, que fortalecerá más mi vida.
Espíritu santificador, que esta vivencia eucarística me ayude para ser fiel a tus inspiraciones y así poder vivir mis compromisos cristianos.
Te amo, Señor. Deseo darte gracias como lo hice en cada misa celebrada. Quiero adorarte, alabarte y presentarte cuanto soy y necesito para vivir en tu gracia y comunión. Y por encima de todo, quisiera sentir más tu amor, oh, mi Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Jesús exhortando: “creed y convertíos”, óptima motivación para el acto penitencial.
¡El Amor no es amado! Dios mío, siento haberte ofendido. Lamento que muchos te rechacen o vivan indiferentes a tu amor. Como en cada Eucaristía, ahora deseo reparar mis pecados y los del mundo.

Cristo orando. Durante las ofrendas y según el tríptico de Alberto.
Creador del universo, te entrego con ilusión mi vida con todo lo que poseo para gloria tuya y servicio de mis hermanos.
¡Señor de la Creación, aquí tienes cuanto soy, tengo y puedo! Recibe, misericordioso mi trabajo y sacrificios que ofrezco para gloria tuya y para servir con eficacia a mis hermanos, especialmente los más necesitados.

El misterio pascual. Ocupa tres cuadros: la Última Cena, el Stabat mater y la Resurrección con Jesús que se aparece a su madre.
Jesús, Enmanuel o Dios con nosotros, quedo sorprendido por tu presencia en la Eucaristía. Te doy gracias, te adoro y alabo como mi Dios y deseo reparar las ofensas que recibes en este sacramento de tu amor.
He presenciado, Señor, tu pasión, muerte y resurrección. ¡Es tu cruz gloriosa! Acepta mi cruz junto a la tuya y a la de tantas personas que sufren más que yo.
Redentor del mundo con tu pasión, muerte y resurrección. Aquí tienes mi vida con sus dolores físicos, sufrimientos y humillaciones.
Como Cristo, miro agradecido a la cruz y la abrazo con amor, paz y esperanza pascual. Y, como Cristo, deseo compartir la suerte de los que sufren más. Recibe mi amor radicalizado que acepta todo dolor con amor y esperanza

Epíclesis, después de la consagración: el Espíritu Santo desciende sobre la Iglesia:
¡Oh Cristo, Maestro, Fundador y Cabeza del Cuerpo místico! Deseo manifestar mi amor con radicalidad a la Iglesia peregrina, a la que se purifica y a la de los bienaventurados en el cielo.
Padre de misericordia: concede a este peregrino, hijo tuyo, la esperanza y el deseo de gozar en el cielo contigo y con toda la humanidad.

La doxología. María en oración, del tríptico de Alberto: “por Cristo....
Madre mía, intercede por mí y por cuantos amo. Y como tú, enséñame a decir siempre SÍ a Dios y a los hermanos.
Señor Jesús: gozoso recibo la invitación de obrar por ti, de vivir en ti y de glorificar contigo al Padre con fidelidad al Espíritu Santo.




El Padre nuestro: Jesús enseñando a rezar: “cuando oréis....
Jesús, acepto ilusionado colaborar en tu apasionante ideal: Dios amado por los hombres, presente con su Reinado en el mundo y obedecida su voluntad para la salvación universal.

Rito de la paz: Cristo resucitado da la paz: “mi paz os doy...”
Señor Jesucristo: esperanzado recibo el don de tu paz que guardaré en mi corazón y que deseo transmitir con amor a cuantos me rodean.

La comunión Cristo que afirma: “yo soy el pan de vida”. La eucaristía en la primera comunidad. Y el cielo como banquete.
Jesús Pan de vida, soy indigno de recibirte en mi casa pero necesito tu presencia para vencer las tentaciones, fortalecerme ante los problemas y para ser un sacerdote coherente.
Contemplo, Señor, la comunión como un anticipo del banquete eterno. Tengo sed de Dios, la del peregrino que espera poder contemplarlo “cara a cara” en el cielo. Espero con ilusión estar con Cristo resucitado en el cielo, en el lugar que prepara a sus discípulos.
Después de comulgar: estás en mí, Señor y amigo. Este regalo es un anticipo del cielo y también una responsabilidad. ¡Que cuantos me vean te vean! Con tu gracia me esforzaré en vivir como tú deseas y esperan mis hermanos.
Este amor acentúa mi sed de Dios, la del peregrino que espera poder contemplarlo “cara a cara” en el cielo. Espero con ilusión estar contigo, Cristo resucitado, en el lugar que preparas a los que te aman.

La despedida. En la Ascensión: “id y predicad al mundo entero...”.
Oh Dios uno y trino: por todo te doy gracias. Siempre te amaré, adoraré, alabaré y santificaré tu Nombre. Te confío cuanto soy y necesito. Padre, pongo en tus manos toda mi vida presente y futura.

El fatídico 1987
Para Alberto, aquella Eucaristía, no celebrada pero sí vivida, fue como la entrada a la nueva vocación de la que le habló don Felipe. Porque no había duda, el pintor Navarro padecía una grave enfermedad; don Alberto, el fervoroso sacerdote, entraba en una etapa nueva de su vida, la de enfermo, con una entrada fatal, las desgracias que le sucedieron a los pocos meses.
Como los síntomas se agudizaban, su amigo Luis le aconsejó que nuevamente ingresara en el Hospital para comenzar un tratamiento más severo. Desde el ingreso en octubre de 1985, en el Hospital General "Virgen de la Salud" de Toledo, sería la nueva residencia, y por mucho tiempo, para Alberto. Inmediatamente comenzó el tratamiento severo con las transfusiones de sangre. Y así durante varios meses hasta que llegó el fatídico 1987.
Porque no vino sola la enfermedad. Si el ahora enfermo Alberto padeció mucho en los últimos meses del 1985 y todo 1986 (el único consuelo que recibió fueron los elogios por la sala “Eucaristía y pintura”), peor fue el fatídico 1987, al que podríamos calificar de “año lleno de males y con poquísimos bienes”.

El doctor Lobo
En el mes de febrero falleció con fama de santo en la diócesis, don Felipe, su director y padre espiritual en todo momento. Meses después, al tenerse que jubilar el anciano y benévolo obispo don José María, comenzó a gobernar la diócesis como Administrador apostólico, el doctor Cristóbal Lobo, persona dura de carácter, exigente como él solo, uno de esos clérigos deseosos de escalar hasta llegar a la soñada mitra. Nadie le negaba los dotes de diplomático, economista, muy pragmático y con una sólida formación canónica. Pertenecía a los que tienen vocación -muchas ganas- de ser obispo, con deseos de cambiarlo todo; persona apasionada que dividía a los sacerdotes en útiles y no tanto, en simpáticos y antipáticos. Por fortuna para Toledo, no permaneció mucho tiempo en la diócesis. Después pasaría a otra diócesis pero siguió escalando hasta llegar a un dicasterio en el Vaticano.
Pronto experimentó Alberto los aspectos negativos del doctor Lobo al que conoció en Roma y con el que mantuvo varios enfrentamientos dialécticos. Nunca existió química alguna entre ellos. Tampoco ahora surgió la alegría del reencuentro. Un saludo correcto pero con frialdad en la visita que hiciera el “Administrador apostólico” al sacerdote enfermo, Alberto Navarro. Sin muchos preámbulos le comunicó que había nombrado a otro sacerdote que le sustituiría en las tareas del museo diocesano, otro en las clases en el seminario y un tercero para colaborar en la parroquia. También le comunicó que estaba estudiando unas acusaciones muy graves sobre la conducta sexual del pintor Navarro antes de ingresar al seminario y del cura de la liberación en su estancia en Colombia. Al escuchar al Administrador Apostólico, Alberto, muy estimado en la diócesis aceptó con humildad lo que le pareció una “sentencia de muerte pastoral”.

Otros males
Pero no quedaron aquí sus desgracias. Su amigo Luis dejaba la capellanía del Hospital al ser nombrado párroco de Nuestra Señora de Nazaret. Y no faltó más de un sacerdote amigo que se apartó del “afectuoso” sacerdote pintor ante el peligro de ser denunciado ante el Administrador apostólico por tendencia homosexual. Por otra parte, el nuevo responsable de la economía de la Diócesis tampoco le dio facilidades para los gastos que no cubriera la seguridad social, pues el pintor Navarro había ganado mucho dinero y podría sufragarlos. Totalmente equivocado. El generoso Alberto había gastado de su dinero personal cuanto tenía en la compra de cuadros para la nueva sala del museo diocesano: Eucaristía y pintura. Así que se encomendaba a la Divina providencia.

Getsemaní: hundimiento con humildad
Sí, Alberto comenzó a descubrir el misterio de la cruz en carne propia. Pasaron los tiempos gozosos del éxito como pintor, del intelectual como profesor llamado para dar conferencias, y del creyente que disfrutaba contemplando, y a veces dialogando, con Jesús y María en su taller. Ningún punto de comparación con la depresión que sufrió. La situación actual era más grave y totalmente objetiva.
Sí, en 1987, nuestro protagonista comenzaba a experimentar con toda crudeza la cruz del dolor, la calumnia, la humillación y el abandono de los amigos. Había entrado con Jesús al huerto de Getsemaní. Comenzaba su viacrucis.
Pero Alberto no quedó aplastado por el peso de la cruz. Imitando al Maestro y Salvador, pronto reaccionó poniendo en práctica los consejos y sugerencias de don Felipe. Rápidamente hizo su plan. Cuando se lo permitiera su salud, en los muchos ratos libres del Hospital, se presentaría ante los enfermos y familiares a quienes escucharía, (la confesión cuando se lo pidieran) y a quienes con discreción alentaría en el dolor. Aconsejaría lo que él mismo necesitaba.


Y sucedió el milagro
No el de la visita de Jesús y María con la curación o, por lo menos, con el consuelo que mitigara el dolor. No. El milagro, si es que así se puede llamar, fue el de la progresiva conversión de Alberto al aceptar con gozo la cruz y, sobre todo, al comprobar que los sufrimientos de los otros enfermos y familiares eran “infinitamente” superiores a los suyos. “No tengo derecho a quejarme de mi poca salud”. Y el “místico” Alberto, ahora, desde el dolor, llegó a decir al Señor la frase escalofriante: “gracias, Señor por la leucemia. Ayúdame en la nueva vocación”.
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