Novela PhD 1º Del odio a la reconciliación

La novela Peldaños hacia Dios (PhD) narra la situación de un joven, Alberto Navarro, dominado por el odio hacia los que asesinaron a sus padres. ¿Por qué perdonar y no odiar? Para poder perdonar fue decisiva la reflexión sobre las ventajas e inconvenientes de odiar. El primer capítulo narra cómo el protagonista (ahora, pintor; después cura y místico) pasa del odio a la reconciliación, primer peldaño en su vida de joven cristiano.


DEL ODIO A LA RECONCILIACIÓN (1945-1946)

En una familia
Cerca de la casa del Greco, en la ciudad de las tres culturas, en la imperial Toledo, nació el 15 de noviembre de 1928 Alberto Navarro López, hijo único del guardia civil Juan Navarro Sánchez y de Dolores López en un parto muy complicado, tanto, que a su madre le hicieron la cesárea y no pudo tener más hijos.
Desde niño, Alberto manifestó gran inteligencia y dotes extraordinarias para la pintura. De su padre heredó la responsabilidad y la disciplina, valores propios de quien está acostumbrado a mandar y a obedecer sea cual fuere la tarea encomendada. La sensibilidad artística y los brotes de bondad tenían como fuente el gran corazón de Dolores, su madre.
Después de la Guerra civil
Como la vida de tantos niños de su edad, la infancia y la adolescencia de Alberto sufrió el impacto de la turbulencia socio-política de la España de los años treinta vividos en Toledo.
Pero más profundo y negativo fue el trauma recibido en los años cuarenta por la guerrilla de los maquis cuando nuestro protagonista estaba a punto de cumplir los 17 años.
Su padre, el sargento de la guardia civil Juan Navarro, fue destinado en 1941 a misiones especiales en el norte de la provincia de León en la lucha contra los maquis, los guerrilleros que habían optado por echarse al monte para seguir luchando contra el régimen de Franco. Por su misión, Juan tenía que viajar con frecuencia para dirigir las operaciones contra la guerrilla o GE (Guerrilleros Españoles o maquis), conjunto de movimientos de resistencia que comenzó durante la guerra civil y continuó durante los años cuarenta.
Lamentablemente el padre de Alberto intervino en algunas operaciones militares en la que murieron varios guerrilleros. Los supervivientes juraron vengarse. El sargento Navarro era un objetivo de los rebeldes que aprovecharon para matarlo la estancia veraniega de la familia en un pueblecito cercano al centro donde operaba la Guardia civil.
Traumatizado por el asesinato de sus padres
Una noche, en el verano de 1945, poco antes de acostarse padres e hijo, llaman a la puerta.
-¿Eres el sargento Navarro? Venimos a vengar la muerte de los nuestros que tú mataste. Y sin más, dispararon a bocajarro en la entrada de su casa. Juan murió a los pocos segundos. Al escuchar los disparos, salió Dolores intentando ayudar a su esposo.
-Tú vas a morir también, como murieron algunas de nuestras mujeres. Y sin más dispararon a un metro de distancia. Dolores cayó fulminada sobre el cuerpo de Juan.
Rápidamente acude Alberto y contempla horrorizado la escena: los ojos llenos de odio de los asesinos que le gritan: tus padres ya han pagado lo que debían. A ti te perdonamos la vida pero ya verás como también pagarás como tantos hijos nuestros.
Y se dieron a la fuga por una senda difícil de seguirles.
Con escasos medios, Alberto intentó ayudar a sus padres. Solamente pudo contemplar los ojos de ira de su padre y los de súplica de su madre dirigiendo los dedos al crucifijo que presidía la entrada de la casa. En ese momento Alberto no entendió bien las frases de su madre y salió para pedir auxilio. .
Lo que sucedió las horas y días siguientes es fácil de imaginar: la ayuda nerviosa de los vecinos y la presencia de los tres guardias civiles que se ocuparon de cuanto hacía falta para el traslado de los cadáveres a Toledo. Indescriptible el dolor reinante en el entierro, la misa de funeral y el pésame de los conocidos.
El joven Alberto, inmerso en un dolor indescriptible no estaba solo. Dos personas le acompañaron: su amigo y condiscípulo Luis y su tía Aurelia, viuda de la guerra y cinco años menor que su hermana Dolores, que le consoló como pudo llorando con él y prometiéndole toda clase ayuda. En adelante Alberto viviría en la humilde casa de Aurelia. Ahora, a sus 17 años, quedó traumatizado psicológica y espiritualmente. Todo parecía como un sueño de horror en un joven muy equilibrado, buen cristiano practicante y que de repente, todo se le venía al suelo. Como si hubiera caído a un pozo sin que nadie pudiera auxiliarle
Bajo la esclavitud del odio
Sin darse cuenta, en los meses de agosto y septiembre de 1945 en el alma noble y generosa de Alberto comenzaron a surgir sentimientos destructivos: odio hacia los asesinos y a todo lo relacionado con la guerra. También hacia la profesión de su padre; rencor o resentimiento arraigado y persistente ante la vida que tal mal le había tratado; apagón del amor con la incapacidad de perdonar a quienes le ofendieron; deseos de muerte, de venganza para paliar la injusticia recibida; desolación, al experimentar una vida sin la presencia y amor de sus padres; tristeza profunda al creer que su futuro ya no tenía sentido; amargura y escepticismo ante los grandes valores de verdad y paz por los que vivió y murió su padre. Y sobre todo creció en su mente una obsesión centrada en los ojos de los asesinos y en los de sus padres moribundos. El recuerdo de su muerte le impedía concentrarse y dormir.
Con la ayuda de su tía, la viuda Aurelia López
Alberto estaba hundido, pero no estaba solo. Le acompañaba la hermana de su madre, su tía Aurelia, a quien Alberto siempre admiró y quiso. Como adolescente, la fe de Aurelia López le convencía porque a la piedad unía el amor a los pobres. En la ciudad de Toledo, en los años del hambre, era muy conocida aquella viuda de Acción católica que atendía a necesitados y obras benéficas. ¡Cómo recordaba el adolescente Alberto, en los años cuarenta, a dos mujeres, su madre y su tía, que salían de la catedral y dirigían sus pasos para atender a las familias de pobres vergonzantes!
Mucha autoridad moral ejercía su único familiar, la joven viuda Aurelia, sobre Alberto porque además de la piedad y de la caridad llevaba con espíritu cristiano la muerte de su esposo en la guerra civil. Varias veces Alberto le escucho decir que perdonaba a quienes habían asesinado a su esposo en circunstancias trágicas. Y con la misma fortaleza afrontaba la pérdida de su hermana y de su cuñado, juntamente con la desgracia que padecía su sobrino.
El perdón no estaba en su vocabulario
Como Aurelia asimiló la doctrina de Jesús sobre el amor a los enemigos y como rezaba el Padre nuestro con toda coherencia, pidiendo perdón y perdonando, ella creía que, pasadas unas semanas podía dar algunos consejos al que consideraba buen cristiano.
-Alberto, le decía con voz maternal, ve olvidando estos sucesos tan dolorosos, sigue rezando el Padre nuestro y trata de perdonar a los asesinos.
Al escuchar tales los consejos, Alberto, aunque respetaba y amaba a su tía, reaccionó indignado, con ira.
-Por favor, tía, no me hable de perdonar, de que olvide y de que rece el Padre Nuestro. El perdón ha desaparecido de mi corazón, ya no existe en mi vocabulario. Y rezar ¿cómo rezar el Padre nuestro si no puedo perdonar? Tía, mi fe se tambalea y con frecuencia me pregunto: ¿cómo Dios ha permitido tal injusticia?
Ante la reacción tan iracunda de Alberto, Aurelia optó por callar y rezar. Era lo más prudente. Para suavizar la tensión, le preguntó sobre los preparativos de la exposición de pintura.
Alberto respondió con sequedad: van bien. Mis profesores facilitaron los trámites pero no tengo prisa porque antes debo terminar el último cuadro, el de los ojos humanos.
Así lo expresó en el cuadro de “los ojos humanos”
No olvidemos que las dotes para el dibujo y la pintura fueron fomentadas por los profesores desde que estudiaba segundo de bachiller. En los últimos meses, Alberto había pintado hasta diez cuadros con diversos motivos, especialmente de paisajes de Toledo. Ante las perspectivas de una figura extraordinaria en la pintura, le animaban a exponerlos aunque el joven pintor se resistía. Creía que todavía no había llegado su hora. Pero la muerte de sus padres le empujó de manera compulsiva a exponer la obra que expresaba sus sentimientos.
Aurelia, que entendía poco de pintura, no dio importancia alguna al último cuadro. Lo que sí deseaba por el bien de Alberto, era la inauguración de la exposición que estaba anunciada para primeros de septiembre. Varios cuadros con diversas motivaciones integraban la exposición de pintura del joven pintor toledano. Los primeros cuadros recogían aspectos de paisajes un tanto ajenos a la psicología del autor. Pero en el último, en el de los ojos humanos, Alberto plasmó los sentimientos que le dominaban desde la muerte de sus padres. Pintó los ojos en diversas situaciones anímicas recordando el odio de los asesinos, la ira de su padre, el gesto misericordioso de su madre y sus propios ojos que expresaban a la vez horror, ira, odio y venganza.
Los visitantes admiraron la creatividad de quien pasaba de ser una promesa a una realidad. A todos llamó especialmente la atención el cuadro de los Ojos humanos pero sin adivinar el drama que escondía la aparente imaginación del artista.
Se expica que le costara asistir a unos Ejercicios espirituales
Faltaba un mes para cumplir los 17 años. En octubre de 1945 comenzó el último curso de Bachiller que culminaba con unos tradicionales Ejercicios espirituales, en la cuaresma del año siguiente.
De mala gana aceptó Alberto asistir a ese Retiro porque continuaba su crisis humana y espiritual debida a la muerte de sus padres. Seguían el odio y las obsesiones, le asaltaban dudas de fe, había dejado de asistir a misa los domingos y hasta se resistía a rezar el Padre nuestro.
Sin embargo por compañerismo y por las motivaciones de su amigo Luis asistió a los Ejercicios en la cuaresma de 1946. En intimidad confesó a Luis su situación:
-Para Ejercicios espirituales estoy yo. Ni soy capaz de rezar el Padre nuestro. Continuamente me pregunto ¿cómo Dios ha permitido la muerte de mis padres? Tenía fe pero en estos meses se están derrumbando mis creencias.
Luis le replicó: fíjate, se trata de un tiempo de silencio y de paz, buena ocasión para recuperar la fe que siempre te acompañó. El sacerdote director es muy inteligente, entusiasta, moderno, y gusta a los jóvenes. Se llama Felipe, asesor de la Acción católica y director espiritual en el Seminario.
Ante los deseos más que por las razones del amigo y por el compromiso como estudiante, Alberto, en unión con los dieciocho condiscípulos, entró en la casa de espiritualidad. Frío y desanimado terminó el primer y segundo día. Y tanto era el malestar que decidió presentarse al Director espiritual para comunicarle que se marchaba. Con gesto amistoso don Felipe le preguntó por la razón, que si era por cuestión de salud. Alberto le contó la muerte de sus padres y su desánimo total.
Sin adivinar los detalles de su crisis, el Director le animó a continuar. Los días de retiro ayudan a encontrar la paz, el olvido y el perdón.
Alberto le interrumpió: disculpe don Felipe, llevo varios meses inmerso en el odio y he borrado la palabra perdón de mi vocabulario. Ahora, ni puedo rezar el Padre Nuestro. Me equivoqué al venir a este retiro. Y terminó con enfado: mi único consuelo es pintar en el infierno a los asesinos de mis padres.
Pero reflexionó sobre las razones para odiar y para no odiar
Don Felipe, que conocía bien la psicología juvenil y las posibilidades de cambiar en toda persona, no se inmutó ante la respuesta de orgullo y enfado de Alberto. Con suavidad y firmeza le exhortó: no te precipites, sigue hasta el final y luego decides. Mira. Te propongo un plan muy personal: no asistas a las charlas y actos del retiro, dedica el tiempo a pasear y reflexionar con calma sobre temas que más te interesen. Si te parece bien, puedes realizar esta tarea: en una hoja anota las razones e inconvenientes para odiar. Y en otra, las razones e inconvenientes para perdonar. Te ofrezco unas reflexiones humanas (sicológicas y éticas) sobre el odio, el resentimiento, el perdón y la paz. Te pueden ayudar. Haz tu plan y pasado mañana dialogamos.
Alberto juzgó muy razonable el plan que le sugería el comprensivo Director. Y así, mientras sus compañeros escuchaban las charlas o asistían a los actos de capilla, él leía, reflexionaba, paseaba, y en ocasiones rezaba. A los dos días de su auto retiro, con más paz y ánimo más sereno, presentó a don Felipe las respuestas a los interrogantes propuestos
Alberto recordó con calma los acontecimientos posteriores a la muerte de sus padres. Y con toda sinceridad describió los diversos sentimientos de las últimas semanas. Reconocía que en más de una ocasión le dominó el placer momentáneo al desear la muerte de los asesinos. Le consolaba pensar que sus enemigos lo pasaran mal, que recibieran el castigo merecido. Ellos merecían la muerte. Así se cumplía el sentido de la verdad y de la justicia: si me han hecho un mal, que reciban el justo castigo. En definitiva el odio es ley de vida, es lo que “todo” el mundo practica. Ya que no existe justicia humana, por lo menos derecho al pataleo, a desearles todo mal.
Por su misma historia reciente, Alberto reconocía que el sentimiento de odio le quitaba la paz y le colocaba en una situación de nerviosismo y angustia. En definitiva desear el mal le producían unos sentimientos destructivos que no daban la vida a sus seres queridos y aumentaban su infelicidad y desolación. Odiar, en definitiva se había convertido en una obsesión que le esclavizaba. Era como un veneno que él tomaba, dañaba su salud psíquica pero no a los enemigos que se alegrarían de verle sufrir.
Por otra parte, la reflexión serena le hacía ver que tras el odio estaba su orgullo herido. Además, su conciencia y toda la formación recibida protestaba contra la actitud permanente de odio en quien siempre vivió en un ambiente de amor familiar y religioso. Ahora escuchaba con claridad una voz que le decía: “¿por qué te dejas esclavizar por el odio? ¿crees que tus padres aprueban tu conducta? Y como cristiano ¿no te das cuenta que te sitúan en el polo opuesto al amor, al mandato principal de Cristo que se opuso al “ojo por ojo”?
Y sopesó las razones para perdonar o para no perdonar
Las reflexiones anteriores facilitaron las respuestas en favor del perdón.
Con lucidez surgió el Alberto noble, inteligente y buen cristiano. Así aparece en las razones que escribió para perdonar.
En plan egoísta: si perdono estaré más cerca de la paz, de la felicidad y de mi fe cristiana. Me han ofendido, sí, pero examinando mi vida reconozco que yo también he faltado y necesito el perdón. Si pido perdón a los hombres o a Dios, lógicamente tendré que responder con la misma respuesta. Siempre recé el Padre nuestro y fui coherente al pedir perdón y a comprometerme en disculpar las ofensas, normalmente leves, que realizaran contra mi persona. ¿Es maduro o infantil mi rechazo para rezar todo el Padre nuestro? Quizás podría tener explicación los primeros días pero no ahora.
Y continuó reflexionando: si no perdono, si alimento el odio, me uno a la espiral de violencia que reina en el mundo deshumanizado. Si reflexiono, comprendo que el ofensor obró por ignorancia, debilidad o por alguna presión fuerte del exterior. Fiel a mis criterios éticos, en esta situación adversa tendré que cultivar la comprensión y la tolerancia. Y no puedo olvidar el testimonio cristiano de mi tía Aurelia perdonando y el de Cristo en la cruz pidiendo a Dios Padre que perdonara a los que le crucificaron. Tendré que vencer ese trauma que me impide rezar el Padre Nuestro. Es cuestión de fe y de humildad.
La última pregunta sobre las razones para no perdonar ya estaba contestada en los párrafos anteriores. Alberto escribió:
-si mantuve la actitud orgullosa de no perdonar ha sido porque mi verdad y mi concepto del orden social y de la justicia tienen que cumplirse. Es el instinto ciego que me decía: el que me la hace me la paga. El daño que me hicieron debe repararse; los asesinos no merecen el perdón, deben pagar todo el mal que me hicieron. Sí, mi dignidad y mi honor piden que sean castigados, porque si perdonamos a los malhechores, seguirán abusando, no se darán cuenta del mal que realizaron. Inconscientemente, me uní a quienes sostienen que la compasión es como un pecado capital. El no perdonar es ley que impera en muchas relaciones interpersonales.
Ante las respuestas anteriores, la conclusión más lógica y cristiana es la de realizar una buena confesión: reconocer mis pecados, pedir perdón a Dios y dar mi perdón generoso a cuantos me ofendieron.
Y Alberto sorprendió a don Felipe
El Director del retiro no tenía mucha confianza en una respuesta tan contundente en Alberto. Quedó muy sorprendido ante el cambio que sufrió el ejercitante, solo, y reflexionando con serenidad. Con la actitud del padre del hijo pródigo exclamó:
-¡Maravilloso, estupendo! Te felicito, Alberto, por tu sinceridad. Has curado gran parte de la herida. Tú mismo, con la gracia del Señor, has vencido al odio y estás en el camino de la reconciliación más perfecta. Te has encontrado con el auténtico Alberto pero quedan pendientes otros encuentros. Esta confesión que me pides cierra una etapa de tu vida y abre otra más apasionante. ¿Qué te aguarda en los próximos días? ¿Cómo planificar tu futuro humano y cristiano? Sigue, sigue. Que el pintor, el artista se abra a la vocación cristiana. Como joven, necesitas un proyecto de vida, un referente y una respuesta fundamental. Te espera la segunda etapa mucho más interesante.
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