Novela PhD 4º. Del triunfo al fracaso
¿Antiguo o nuevo? ¿Conservador o progresista? Problemática para Alberto y Luis, estudiantes de teología en la Pontificia de Salamanca. En el colegio de san Carlos pronto surgió el conflicto entre seminaristas progresistas y conservadores. Alberto se impuso como líder que triunfa con su actitud de teólogo radicalizado en lo antiguo frente a Luis, progresista moderado. La misma mentalidad exaltada mantuvo durante el Vaticano II y después como intérprete conservador del Concilio ante los sacerdotes de Toledo. Como joven profesor acentuó su radicalismo que provocó el rechazo de los seminaristas del posconcilio. En la Pontificia de Salamanca, el doctor Navarro experimentó un rápido ascenso y una caída tan vertiginosa que a los dos años abandonó las clases y terminó como párroco-suplente en un suburbio de Bogotá.
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DEL TRIUNFO AL FRACASO
1951-1968
La amistad entre Alberto y Luis se reforzó cuando el Obispo Don José María, terminados los estudios de filosofía, los envió a la Universidad Pontificia de Salamanca para licenciarse en teología.
La teología en Salamanca (1951-1955)
Los dos visitaban por primera vez Salamanca la ciudad universitaria. Aunque muy orgullosos de su inigualable Toledo, quedaron asombrados por las prodigiosas obras arquitectónicas, los monumentos y edificios emblemáticos como la Plaza Mayor, Casa de las Conchas, la Catedral nueva y La Catedral vieja; la Universidad, la Clerecía. Y, sobre todo, por el edificio de la Pontificia Universidad porque muy cerca tendrían su alojamiento en el Colegio Mayor de San Carlos.
A los pocos días de su llegada, comenzaron las clases con las decenas y decenas de seminaristas de muchas diócesis de España. También de religiosos de varias Órdenes. Nada más llegar, comenzó la convivencia más íntima en el Colegio de San Carlos. Cuántos recuerdos y qué felices estaban los dos toledanos, que no podían olvidar la ciudad del Tajo, pero Salamanca les abría el horizonte con perspectivas que les ayudarían a madurar en su vocación sacerdotal. Especialmente el intercambio de opiniones y experiencias con seminaristas y religiosos en situaciones eclesiales tan diferentes.
Imposible detallar la vida de los estudiantes universitarios. Solamente un aspecto que afectó a la personalidad y relaciones amistosas de Alberto y de Luis.
Resultaba fácil clasificar a los alumnos universitarios en tres grupos. Una gran mayoría que solamente se planteaba estudiar, sacar su licenciatura y quedar bien ante sus obispos o superiores. Y dos grupos minoritarios, los conservadores según los críticos y los revolucionarios según los conservadores. Alberto, no podía ser de otro modo, se fijó y formó parte de los conservadores, con los que más sintonizaba, con aquellos que como él se entusiasmaban por la teología como tal, por la categoría de los profesores como un Aldama, un padre Cuervo o un Colunga, los fascinados por el método escolástico que se utilizaba y, sobre todo, por la sana ortodoxia que impartían los profesores.
-Aquí esta el futuro de la España católica. Estos son los míos. De aquí saldrán muchos obispos y hasta algún cardenal. Comentaba Alberto.
No pensaba igual Luis que pronto sintonizó con los críticos. Desde el comienzo asistió como uno más en las reuniones. Estos futuros sacerdotes cuestionaban a muchos de los profesores, al sistema ideológico tan escolástico y a los mismos textos, ¡escritos en un latín enrevesado! Todo les parecía responder a un ambiente de cristiandad que no era ni mucho menos lo que España y la Iglesia española necesitaban. Los pertenecientes a este grupo, los “progresistas de aquellos tiempos”, un poco a escondidas, leían en francés y alguno hasta en alemán, a los pensadores católicos que abrían nuevos horizontes. Después comprobaron que fueron los grandes teólogos que influyeron en el Vaticano II como un Rahner, un Congar, Danielou o un De Lubac. A los críticos les correspondía observar y traducir lo recibido a las necesidades pastorales. Uno de ellos era Luis como venido de la HOAC y otros, los más inquietos por el tema social, político y eclesial.
Alberto, seminarista conservador
Por el influjo posterior, en Roma, Salamanca y Bogotá, está justificado detallar los rasgos del Alberto conservador que según avanzaba en los estudios teológicos más configuraban su personalidad, ahora como estudiante y después como profesor. Su mentalidad radicalizada se convertiría en un factor para el triunfo y la causa principal para su fracaso.
En el “supercatólico” y conservador Alberto de los años cuarenta, desde el principio y cada año más, arraigaba la mentalidad radicalizada en lo antiguo. El seminarista pintor, por su educación e historia, tenía anclada su mente en el ayer. Y por su temperamento fuerte y orgulloso, tendía a imponer lo antiguo al mundo de hoy como la gran respuesta para la vida cristiana y social. Influenciado por su padre y más tarde por algunos líderes religiosos españoles de los años cuarenta, Alberto magnificó lo que se forjara en el pasado y, por reacción, despreciaba o no valoraba debidamente, lo que surgía en los tiempos modernos. En su mente tenía fijo un esquema idealista que deseaba imponer como solución para el presente.
Cierto que nuestro protagonista no compartía la mentalida, negativa, minimista, poco solidaria y dominada por el individualismo. La naturaleza le dotó de amor generoso y solidario así como de impulsos creadores en el arte de la pintura. Pero también por genética, la personalidad de Alberto se caracterizaba por una actitud rebelde contra las normativas opuestas a sus criterios.
El problema del radicalizado Alberto residía en la valoración máxima que otorgaba a lo antiguo, a la tradición sea teológica, litúrgica o moral. Poco le faltaba para ser un fundamentalista pero sí reflejaba los rasgos del integrista, de la persona que defiende la identidad religiosa “pura”, sin componendas ni sincretismos. Y con esta actitud no daba oportunidad al proceso histórico por su deseo de mantenerse fiel al pasado.
Desde el segundo curso de teología, Alberto condenaba con máximo rigor las opiniones de los “adversarios” que enumeraban las tesis dogmáticas. Él, hombre de Iglesia y futuro sacerdote, no rechazaba, ni mucho menos cuanto la Iglesia aprobaba como era el caso de muchos herejes en el pasado. Su problema de conservador radicaba en decir punto final a todo cuanto la Iglesia definió en el pasado, en su inmovilismo que le incapacitaba para algo nuevo porque ya todo estaba dicho y bien fundamentado en la tradición sin necesidad de acudir a ninguna fuente del presente. Merecía el calificativo de “más papista que el Papa”. Y sin darse cuenta adoptaba la intransigencia o atrincheramiento cognitivo propio de quien se detiene en el ayer. Su reloj se había parado y él, aunque inteligente, se olvidó de darle cuerda y ponerlo en hora.
Luis, un progresista moderado.
El gran amigo de Alberto, Luis, el “sancho panza” toledano, no comulgaba, ni mucho menos con la mentalidad radicalizada de quien poseía mayor inteligencia pero menos sentido práctico. Ideológicamente, Luis estaba muy cerca del otro extremo del péndulo intelectual. Su problema no era como el de Alberto pero tampoco compartía los criterios del progresista radicalizado. Le entusiasmaba lo nuevo pero no era un fanático del progreso. Simpatizaba, pero no compartía todo el pensamiento de los progresistas. Él se definía como progresista pero moderado o mejor, una persona moderada que optaba más por los criterios del progresista que por los del conservador. Actitud mental ambigua que irritaba al amigo radicalizado por lo antiguo. Cuántas veces Alberto criticó la mentalidad que él consideraba indefinida y un tanto cobarde de su amigo.
Pero Luis seguía fiel a su temperamento moderado y a su historia sin traumas. Él, sí, quería responder pero sin obsesionarse a las exigencias actuales y estaba abierto a nuevas formas de expresión teológica y de religiosidad. Como persona práctica y pragmática, sintonizaba fácilmente con el mundo actual pero sin olvidar el pasado. Reconocía el mérito de las formulaciones teológicas, de las instituciones y de muchas mediaciones religiosas que fueron válidas en el ayer eclesial, pero cuestionaba su validez para la historia presente. Deseaba que la Iglesia diera un paso hacia adelante pero sin acelerar la marcha de manera temeraria.
El prudente Luis no propugnaba una “Iglesia nueva” en la celebración de los sacramentos pero sí una opción más coherente por los pobres. Sinceramente, él exigía mayor libertad para el pensamiento teológico. Le parecía que estaba muy encorsetado, como metido en la jaula del derecho canónico. Jaula de grandes dimensiones pero sin posibilidad de volar fuera. En cuanto a la moral, sin caer en la condena de Pío XII sobre la Moral de la situación en 1952, tanto Luis como los seminaristas apasionados por lo nuevo, criticaban a la Iglesia cuando limitaba la libertad o coartaba la conciencia. Rechazaban una moral que consideraban infectada por el legalismo porque minimizaba la libertad de conciencia y polarizaba los pecados en el precepto dominical y en el sexto mandamiento. Y sin embargo –decían- el Magisterio no era tan severo a la hora de condenar los pecados contra la justicia social.
Luis, aunque no aceptara la posición conservadora, tampoco estaba de acuerdo con el ardor juvenil de algunos seminaristas radicalizados en lo nuevo. Ellos simpatizaban con la libertad para la conciencia, con la exaltación de los valores éticos del amor y de la responsabilidad porque “el amor está por encima de cualquier normativa”; “el único pecado es la ausencia del amor”. Y la libertad responsable supera todo tipo de obediencia impuesta como la doctrina del magisterio o los mandamientos eclesiales. También el tratado de Eclesiología y la calificación de las tesis dogmáticas suscitaban en los progresistas radicalizados, una posición rebelde frente al magisterio, una crítica fuerte al autoritarismo jerárquico y a muchas de las normativas, presentes, que consideraban desfasadas.
Ni mucho menos Luis compartía los criterios de los exaltados progresistas, algunosde ellos no llegaron a ordenarse y algún que otro, ya sacerdote, abandonó el ministerio. Eran aquellos seminaristas que llevados de su rebeldía afirmaban no «sentirse miembros» de esta Iglesia a la que consideraban como «infiel al Evangelio». Luis, progresista moderado, consideraba que no se podía romper sin más con el pasado y con el papel de la tradición que tanta importancia ha tenido en toda la historia de la Iglesia. Se imponía la comunión eclesial por encima de las opiniones personales.
El debate entre conservadores y progresistas
Las dos minorías organizaron varios diálogos sobre el tema concreto: ¿responde en su conjunto la Pontificia Universidad a las necesidades de nuestros pueblos y de nuestra Iglesia? Dada la mentalidad de unos y de otros, el diálogo, si es que podía existir, se presentaba muy agresivo y pronto para las ofensas personales.
Curiosamente, los portavoces de los dos grupos fueron Alberto y Luis. Como era de prever las posiciones estaban muy definidas y muy opuestas. No se entendieron. Alberto defendiendo siempre su posición radicalizada conservadora. Luis, por el contrario, proponiendo una vía un tanto progresista pero moderada, conciliadora, abierta a nuevas metodologías y a nuevos métodos de enseñar. Ni por ésas. Alberto no cedía, y, como más elocuente y agresivo, hizo callar a su amigo que optó por el silencio para salvar la amistad que les unía.
Menos mal que a las reuniones invitaron a seminaristas que no pertenecían a ninguno de los grupos extremistas. Estos auditores sin voz ni voto, sí que pudieron opinar posteriormente una vez que escucharon las razones de una y de otra posición. Rechazaban las dos posturas por considerarlas cercanas al fanatismo. Les faltaba el mínimo de ecuanimidad al imponer sus criterios de manera tan “dogmática y agresiva”. Reducían sin más la verdad, absolutizaban su postura, rechazaban el pluralismo. Y, en definitiva, no guardaban las normas del diálogo con los oponentes que sostenían criterios diferentes a los suyos. Conclusión: tanto la postura radicalizada por lo antiguo como lo nuevo era impropia de quienes se preparaban a ser sacerdotes de la Iglesia católica.
Por fortuna, estas reuniones-encuentros fueron escasas. En el ambiente predominaba el entusiasmo por la espiritualidad sacerdotal y, en determinadas fechas, la preparación de las Órdenes sagradas, especialmente el Sacerdocio. Alberto siempre recordaría el espectáculo tan impresionante en la catedral vieja de Salamanca: más de cincuenta diáconos de varias diócesis y congregaciones religiosas tumbados escuchando las letanías que en definitiva expresaban las súplicas para vivir santamente el sacerdocio. Además, el seminarista pintor aprovechaba los tiempos libres de vacaciones y del curso para expresar sus sentimientos. De sus años de teología, merecen destacarse tres obras de “humor pictórico”: el debate escolar o lucha campal de los seminaristas, el rostro exagerado de un revolucionario moderado (Luis) y la serenidad de un conservador....su propio autorretrato. Obras que nunca presentaría al público.
Doctor en Roma y después profesor en Toledo
Los dos, Luis y Alberto, terminados los estudios con excelentes notas, especialmente Alberto que batió todos los récord de matrículas, regresaron a Toledo dispuestos a comenzar su tarea en cualquier ministerio que le asignaran.
Pero Don José María tenía otros planes. En el mismo año de la ordenación sacerdotal, en 1955, Alberto fue enviado a doctorarse en cristología a la Universidad Gregoriana de Roma, y Luis a cursar sociología y pastoral en la Universidad de Lovaina. Con ilusión presentó Alberto al director el tema de su tesis: la vida oculta de Jesús en Nazaret, los años previos a la vida pública. El padre Godet hizo ver a Alberto que el tema se prestaba a la teología ficción. Rechazó el esquema. Alberto presentó como alternativa otro tema que el Director aceptó: La vida oculta de Jesús en los Santos Padres. Como subtítulo: Los posibles diálogos de Jesús y María en Nazaret. La defensa de la tesis, con premio extraordinario.
Terminados los respectivos estudios, Alberto y Luis recibieron el nombramiento en 1958 de profesores de su Seminario diocesano. Uno, el pintor y teólogo, las clases de Revelación y de Cristología. El otro, el sociólogo y pastoralista, explicaría los temas de su especialidad.
Alberto despertó gran admiración entre los alumnos. Él no ocultaba su mentalidad conservadora en la exposición de las tesis y en el método de explicar la cristología. Exponía muy bien a Santo Tomás pero no daba un paso más. Los alumnos lo admiraban por la claridad en sus explicaciones y porque convencía con su erudición y dialéctica. Le consideraban como el profesor más completo.
Asesor del Obispo en el Concilio Vaticano II (1962-1965)
Con sus publicaciones y conferencias, el doctor Navarro consiguió fama en su especialidad de cristología. En la arquidiócesis de Toledo era el número uno como teólogo. Don José María, muy buena persona como obispo pero de mentalidad muy conservadora, no dudó en nombrarle asesor para las sesiones del Vaticano II. Y para la temática social-pastoral eligió al sacerdote más apropiado, a Luis Martínez. De esta manera, por tercera vez, los dos amigos coincidían, cada uno desde su perspectiva, en tareas comunes. Para mayor independencia decidieron hospedarse en Roma en residencias diferentes. El obispo don José María y Alberto se hospedaron en el Colegio Español de Roma. Luis marchó a una parroquia de la periferia. Los dos amigos conversaban con frecuencia.
Si interesante resultaba seguir las intervenciones de los padres conciliares, no tenía menos importancia el contacto con los obispos conocidos, con otros profesores, escritores y periodistas. Durante las sesiones del Vaticano II, 1962-1965, Alberto, el asesor toledano, disfrutó del trato amistoso con otros teólogos, pero siempre de su misma mentalidad. Sistemáticamente rechazaba a los innovadores o progresistas porque según su opinión no estaban dentro de la doctrina tradicional, como sucedía con el ecumenista, el joven suizo Hans Küng. Otros especialistas le hacían dudar como, por ejemplo el padre Häring (del que había leído su Ley de Cristo) porque, a su juicio, “se pasaba un poco” a la hora de armonizar la espiritualidad clásica con el mundo moderno. El prefería la Teología de la perfección, del famoso dominico Padre Antonio Royo.
Alberto saludó en el colegio Español a José María Cabodevilla, pues había leído Señora Nuestra que tanto le entusiasmó. José María presentó “al pintor toledano” a dos amigos, a José María Javierre y a José Luis Martín Descalzo. Los cuatro compartieron la comida y el café en varias ocasiones. Alberto, tímido ante la personalidad de las tres figuras que ya destacaban en España, se limitó a escuchar y no se atrevió a exponer sus criterios conservadores. Pero los tres sacerdotes le produjeron una grata impresión, cada uno con una personalidad diferente pero coincidían con la mentalidad de Luis que Alberto no compartía. Los tres propugnaban una iglesia posconciliar renovada y alejada de los parámetros de los tiempos de cristiandad. Alberto seguía en sus trece y permanecía tranquilo pues en definitiva reflejaba los criterios de su obispo don José María y la de otros muchos obispos españoles. Él estuvo presente en Roma durante todas las sesiones del Concilio con la misma actitud. Al final del Vaticano II compartía el criterio de algunos obispos que decían convencidos: el Concilio “nada nuevo” nos ha dicho”.
Dos versiones del Vaticano II (1966)
Finalizado el Concilio, el teólogo y el pastoralista regresaron a su diócesis toledana. En la reunión que se celebró sobre el Vaticano II, Alberto y Luis expusieron a los sacerdotes y seminaristas su opinión sobre el Concilio. Visión muy diferente y opuesta la de uno y la del otro.
Luis manifestaba su entusiasmo porque había nacido una Iglesia nueva capaz de afrontar la problemática del mundo contemporáneo.
No compartía Alberto tal entusiasmo. Más aún, afirmaba como slogan que el Concilio se había limitado a repetir la doctrina de siempre. Y que la vida de la Iglesia seguiría igual.
Fue muy comentado entre los sacerdotes el “encontronazo” que Alberto y Luis tuvieron a la hora de responder a las preguntas de los oyentes. El choque presentó tales dimensiones que la amistad quedó un tanto deteriorada. Eran dos posturas opuestas, una muy inclinada hacia la derecha conservadora, la de Alberto, y la otra, la de Luis, moderada, pero para Alberto muy de “izquierdas”, propia de uno que había militado en la HOAC. De hecho, se enfriaron las relaciones y mucho más cuando Alberto fue nombrado profesor en la Pontificia de Salamanca y Luis quedó en la diócesis como asesor de los movimientos cristianos obreros.
Profesor en Salamanca, rápido ascenso y caída vertiginosa (1966-1968).
El ego de Alberto subió al máximo cuando al regresar del Vaticano II, la Pontificia de Salamanca, presentado por su Obispo, nombró profesor de dogmática al brillante alumno de la década anterior y con espléndida calificación en la Gregoriana por su tesis doctoral.
Los alumnos de la Pontificia, al principio recibieron muy bien al flamante doctor Navarro, que, muy confiado en su doctrina y actitud conservadora, comenzó a impartir sus clases con pocas variantes. Pecó de ingenuidad, pues creía que los alumnos (los seminaristas del posconcilio), poseían la misma receptividad, obediencia y adhesión que la de sus tiempos de estudiante. Pensaba: en realidad, solamente unos diez años separan a la generación posconciliar de los seminaristas de los gloriosos años cincuenta. Gran equivocación. El teólogo “quijote” Alberto, seguía en su actitud rígida, la de siempre. Pero sus alumnos no opinaban lo mismo. Ellos sí que captaron los nuevos y frescos aires teológicos del Vaticano II que pedían una Iglesia y una teología profundamente renovada. Y comenzaron a exigir al profesor un cambio de mentalidad y de método teológico. Como Alberto no cedía lo más mínimo, arreciaron las críticas, las protestas y alguna que otra “huelga” estudiantil.
El primer año, 1966-1967, pudo aguantar la dura oposición, pues se trataba de un profesor brillante. No sucedió lo mismo en el curso siguiente. Alberto no daba crédito a lo que estaba asistiendo: los alumnos, antes dóciles, ahora no aceptaban sus planteamientos y respuestas. Como el “viejo profesor” aunque joven en edad, no cedía, el profesor admirado al comienzo del curso pasado, el doctor Alberto Navarro, fue rechazado. La situación era difícil porque las presiones de los estudiantes crecían y Alberto no podía renunciar a lo que consideraba la verdad inmutable y a los métodos que siempre habían servido. Si había que renunciar a las clases, él renunciaba, pero no a sus ideas y a sus métodos.
Asesor en Medellín y párroco en un suburbio (1968)
Terminado el curso 1967-1968, las quejas por parte de la Universidad llegaron tan fuertes e insistentes a Don José María que le ofreció la oportunidad de interrumpir las clases por un curso a modo de tiempo sabático. Coincidió que por estos meses, el CELAM, Conferencia episcopal latinoamericana, solicitó un conferenciante con motivo de la 2ª conferencia episcopal latinoamericana que se celebraba en Medellín, en 1968. Alberto fue elegido y aceptó
Además, el sacerdote toledano podía colaborar con el equipo diocesano que trabajaba en Bogotá. Allí podía encontrarse con su amigo Luis, responsable del equipo sacerdotal de Toledo en la capital de Colombia. Si Alberto accedió a dejar las clases, fue, en buena parte, para alejarse del ambiente hostil de Salamanca. Y porque le llamaba la atención poder trabajar por algún tiempo en el Tercer mundo. También tenía oportunidad de reconciliarse plenamente con su amigo Luis. De hecho, tuvieron un cuarto encuentro, quizás el más prolongado y dramático.
Y la reconciliación comenzó con la enfermedad de Luis que tuvo que ser sustituido por Alberto temporalmente en su parroquia. Después ocurrirían muchos sucesos que afectaron profundamente a la vida del sacerdote, teólogo y pintor, ahora con una tarea nueva y arriesgada, el trato directo con el Tercer mundo como párroco suplente en un suburbio de Bogotá.
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DEL TRIUNFO AL FRACASO
1951-1968
La amistad entre Alberto y Luis se reforzó cuando el Obispo Don José María, terminados los estudios de filosofía, los envió a la Universidad Pontificia de Salamanca para licenciarse en teología.
La teología en Salamanca (1951-1955)
Los dos visitaban por primera vez Salamanca la ciudad universitaria. Aunque muy orgullosos de su inigualable Toledo, quedaron asombrados por las prodigiosas obras arquitectónicas, los monumentos y edificios emblemáticos como la Plaza Mayor, Casa de las Conchas, la Catedral nueva y La Catedral vieja; la Universidad, la Clerecía. Y, sobre todo, por el edificio de la Pontificia Universidad porque muy cerca tendrían su alojamiento en el Colegio Mayor de San Carlos.
A los pocos días de su llegada, comenzaron las clases con las decenas y decenas de seminaristas de muchas diócesis de España. También de religiosos de varias Órdenes. Nada más llegar, comenzó la convivencia más íntima en el Colegio de San Carlos. Cuántos recuerdos y qué felices estaban los dos toledanos, que no podían olvidar la ciudad del Tajo, pero Salamanca les abría el horizonte con perspectivas que les ayudarían a madurar en su vocación sacerdotal. Especialmente el intercambio de opiniones y experiencias con seminaristas y religiosos en situaciones eclesiales tan diferentes.
Imposible detallar la vida de los estudiantes universitarios. Solamente un aspecto que afectó a la personalidad y relaciones amistosas de Alberto y de Luis.
Resultaba fácil clasificar a los alumnos universitarios en tres grupos. Una gran mayoría que solamente se planteaba estudiar, sacar su licenciatura y quedar bien ante sus obispos o superiores. Y dos grupos minoritarios, los conservadores según los críticos y los revolucionarios según los conservadores. Alberto, no podía ser de otro modo, se fijó y formó parte de los conservadores, con los que más sintonizaba, con aquellos que como él se entusiasmaban por la teología como tal, por la categoría de los profesores como un Aldama, un padre Cuervo o un Colunga, los fascinados por el método escolástico que se utilizaba y, sobre todo, por la sana ortodoxia que impartían los profesores.
-Aquí esta el futuro de la España católica. Estos son los míos. De aquí saldrán muchos obispos y hasta algún cardenal. Comentaba Alberto.
No pensaba igual Luis que pronto sintonizó con los críticos. Desde el comienzo asistió como uno más en las reuniones. Estos futuros sacerdotes cuestionaban a muchos de los profesores, al sistema ideológico tan escolástico y a los mismos textos, ¡escritos en un latín enrevesado! Todo les parecía responder a un ambiente de cristiandad que no era ni mucho menos lo que España y la Iglesia española necesitaban. Los pertenecientes a este grupo, los “progresistas de aquellos tiempos”, un poco a escondidas, leían en francés y alguno hasta en alemán, a los pensadores católicos que abrían nuevos horizontes. Después comprobaron que fueron los grandes teólogos que influyeron en el Vaticano II como un Rahner, un Congar, Danielou o un De Lubac. A los críticos les correspondía observar y traducir lo recibido a las necesidades pastorales. Uno de ellos era Luis como venido de la HOAC y otros, los más inquietos por el tema social, político y eclesial.
Alberto, seminarista conservador
Por el influjo posterior, en Roma, Salamanca y Bogotá, está justificado detallar los rasgos del Alberto conservador que según avanzaba en los estudios teológicos más configuraban su personalidad, ahora como estudiante y después como profesor. Su mentalidad radicalizada se convertiría en un factor para el triunfo y la causa principal para su fracaso.
En el “supercatólico” y conservador Alberto de los años cuarenta, desde el principio y cada año más, arraigaba la mentalidad radicalizada en lo antiguo. El seminarista pintor, por su educación e historia, tenía anclada su mente en el ayer. Y por su temperamento fuerte y orgulloso, tendía a imponer lo antiguo al mundo de hoy como la gran respuesta para la vida cristiana y social. Influenciado por su padre y más tarde por algunos líderes religiosos españoles de los años cuarenta, Alberto magnificó lo que se forjara en el pasado y, por reacción, despreciaba o no valoraba debidamente, lo que surgía en los tiempos modernos. En su mente tenía fijo un esquema idealista que deseaba imponer como solución para el presente.
Cierto que nuestro protagonista no compartía la mentalida, negativa, minimista, poco solidaria y dominada por el individualismo. La naturaleza le dotó de amor generoso y solidario así como de impulsos creadores en el arte de la pintura. Pero también por genética, la personalidad de Alberto se caracterizaba por una actitud rebelde contra las normativas opuestas a sus criterios.
El problema del radicalizado Alberto residía en la valoración máxima que otorgaba a lo antiguo, a la tradición sea teológica, litúrgica o moral. Poco le faltaba para ser un fundamentalista pero sí reflejaba los rasgos del integrista, de la persona que defiende la identidad religiosa “pura”, sin componendas ni sincretismos. Y con esta actitud no daba oportunidad al proceso histórico por su deseo de mantenerse fiel al pasado.
Desde el segundo curso de teología, Alberto condenaba con máximo rigor las opiniones de los “adversarios” que enumeraban las tesis dogmáticas. Él, hombre de Iglesia y futuro sacerdote, no rechazaba, ni mucho menos cuanto la Iglesia aprobaba como era el caso de muchos herejes en el pasado. Su problema de conservador radicaba en decir punto final a todo cuanto la Iglesia definió en el pasado, en su inmovilismo que le incapacitaba para algo nuevo porque ya todo estaba dicho y bien fundamentado en la tradición sin necesidad de acudir a ninguna fuente del presente. Merecía el calificativo de “más papista que el Papa”. Y sin darse cuenta adoptaba la intransigencia o atrincheramiento cognitivo propio de quien se detiene en el ayer. Su reloj se había parado y él, aunque inteligente, se olvidó de darle cuerda y ponerlo en hora.
Luis, un progresista moderado.
El gran amigo de Alberto, Luis, el “sancho panza” toledano, no comulgaba, ni mucho menos con la mentalidad radicalizada de quien poseía mayor inteligencia pero menos sentido práctico. Ideológicamente, Luis estaba muy cerca del otro extremo del péndulo intelectual. Su problema no era como el de Alberto pero tampoco compartía los criterios del progresista radicalizado. Le entusiasmaba lo nuevo pero no era un fanático del progreso. Simpatizaba, pero no compartía todo el pensamiento de los progresistas. Él se definía como progresista pero moderado o mejor, una persona moderada que optaba más por los criterios del progresista que por los del conservador. Actitud mental ambigua que irritaba al amigo radicalizado por lo antiguo. Cuántas veces Alberto criticó la mentalidad que él consideraba indefinida y un tanto cobarde de su amigo.
Pero Luis seguía fiel a su temperamento moderado y a su historia sin traumas. Él, sí, quería responder pero sin obsesionarse a las exigencias actuales y estaba abierto a nuevas formas de expresión teológica y de religiosidad. Como persona práctica y pragmática, sintonizaba fácilmente con el mundo actual pero sin olvidar el pasado. Reconocía el mérito de las formulaciones teológicas, de las instituciones y de muchas mediaciones religiosas que fueron válidas en el ayer eclesial, pero cuestionaba su validez para la historia presente. Deseaba que la Iglesia diera un paso hacia adelante pero sin acelerar la marcha de manera temeraria.
El prudente Luis no propugnaba una “Iglesia nueva” en la celebración de los sacramentos pero sí una opción más coherente por los pobres. Sinceramente, él exigía mayor libertad para el pensamiento teológico. Le parecía que estaba muy encorsetado, como metido en la jaula del derecho canónico. Jaula de grandes dimensiones pero sin posibilidad de volar fuera. En cuanto a la moral, sin caer en la condena de Pío XII sobre la Moral de la situación en 1952, tanto Luis como los seminaristas apasionados por lo nuevo, criticaban a la Iglesia cuando limitaba la libertad o coartaba la conciencia. Rechazaban una moral que consideraban infectada por el legalismo porque minimizaba la libertad de conciencia y polarizaba los pecados en el precepto dominical y en el sexto mandamiento. Y sin embargo –decían- el Magisterio no era tan severo a la hora de condenar los pecados contra la justicia social.
Luis, aunque no aceptara la posición conservadora, tampoco estaba de acuerdo con el ardor juvenil de algunos seminaristas radicalizados en lo nuevo. Ellos simpatizaban con la libertad para la conciencia, con la exaltación de los valores éticos del amor y de la responsabilidad porque “el amor está por encima de cualquier normativa”; “el único pecado es la ausencia del amor”. Y la libertad responsable supera todo tipo de obediencia impuesta como la doctrina del magisterio o los mandamientos eclesiales. También el tratado de Eclesiología y la calificación de las tesis dogmáticas suscitaban en los progresistas radicalizados, una posición rebelde frente al magisterio, una crítica fuerte al autoritarismo jerárquico y a muchas de las normativas, presentes, que consideraban desfasadas.
Ni mucho menos Luis compartía los criterios de los exaltados progresistas, algunosde ellos no llegaron a ordenarse y algún que otro, ya sacerdote, abandonó el ministerio. Eran aquellos seminaristas que llevados de su rebeldía afirmaban no «sentirse miembros» de esta Iglesia a la que consideraban como «infiel al Evangelio». Luis, progresista moderado, consideraba que no se podía romper sin más con el pasado y con el papel de la tradición que tanta importancia ha tenido en toda la historia de la Iglesia. Se imponía la comunión eclesial por encima de las opiniones personales.
El debate entre conservadores y progresistas
Las dos minorías organizaron varios diálogos sobre el tema concreto: ¿responde en su conjunto la Pontificia Universidad a las necesidades de nuestros pueblos y de nuestra Iglesia? Dada la mentalidad de unos y de otros, el diálogo, si es que podía existir, se presentaba muy agresivo y pronto para las ofensas personales.
Curiosamente, los portavoces de los dos grupos fueron Alberto y Luis. Como era de prever las posiciones estaban muy definidas y muy opuestas. No se entendieron. Alberto defendiendo siempre su posición radicalizada conservadora. Luis, por el contrario, proponiendo una vía un tanto progresista pero moderada, conciliadora, abierta a nuevas metodologías y a nuevos métodos de enseñar. Ni por ésas. Alberto no cedía, y, como más elocuente y agresivo, hizo callar a su amigo que optó por el silencio para salvar la amistad que les unía.
Menos mal que a las reuniones invitaron a seminaristas que no pertenecían a ninguno de los grupos extremistas. Estos auditores sin voz ni voto, sí que pudieron opinar posteriormente una vez que escucharon las razones de una y de otra posición. Rechazaban las dos posturas por considerarlas cercanas al fanatismo. Les faltaba el mínimo de ecuanimidad al imponer sus criterios de manera tan “dogmática y agresiva”. Reducían sin más la verdad, absolutizaban su postura, rechazaban el pluralismo. Y, en definitiva, no guardaban las normas del diálogo con los oponentes que sostenían criterios diferentes a los suyos. Conclusión: tanto la postura radicalizada por lo antiguo como lo nuevo era impropia de quienes se preparaban a ser sacerdotes de la Iglesia católica.
Por fortuna, estas reuniones-encuentros fueron escasas. En el ambiente predominaba el entusiasmo por la espiritualidad sacerdotal y, en determinadas fechas, la preparación de las Órdenes sagradas, especialmente el Sacerdocio. Alberto siempre recordaría el espectáculo tan impresionante en la catedral vieja de Salamanca: más de cincuenta diáconos de varias diócesis y congregaciones religiosas tumbados escuchando las letanías que en definitiva expresaban las súplicas para vivir santamente el sacerdocio. Además, el seminarista pintor aprovechaba los tiempos libres de vacaciones y del curso para expresar sus sentimientos. De sus años de teología, merecen destacarse tres obras de “humor pictórico”: el debate escolar o lucha campal de los seminaristas, el rostro exagerado de un revolucionario moderado (Luis) y la serenidad de un conservador....su propio autorretrato. Obras que nunca presentaría al público.
Doctor en Roma y después profesor en Toledo
Los dos, Luis y Alberto, terminados los estudios con excelentes notas, especialmente Alberto que batió todos los récord de matrículas, regresaron a Toledo dispuestos a comenzar su tarea en cualquier ministerio que le asignaran.
Pero Don José María tenía otros planes. En el mismo año de la ordenación sacerdotal, en 1955, Alberto fue enviado a doctorarse en cristología a la Universidad Gregoriana de Roma, y Luis a cursar sociología y pastoral en la Universidad de Lovaina. Con ilusión presentó Alberto al director el tema de su tesis: la vida oculta de Jesús en Nazaret, los años previos a la vida pública. El padre Godet hizo ver a Alberto que el tema se prestaba a la teología ficción. Rechazó el esquema. Alberto presentó como alternativa otro tema que el Director aceptó: La vida oculta de Jesús en los Santos Padres. Como subtítulo: Los posibles diálogos de Jesús y María en Nazaret. La defensa de la tesis, con premio extraordinario.
Terminados los respectivos estudios, Alberto y Luis recibieron el nombramiento en 1958 de profesores de su Seminario diocesano. Uno, el pintor y teólogo, las clases de Revelación y de Cristología. El otro, el sociólogo y pastoralista, explicaría los temas de su especialidad.
Alberto despertó gran admiración entre los alumnos. Él no ocultaba su mentalidad conservadora en la exposición de las tesis y en el método de explicar la cristología. Exponía muy bien a Santo Tomás pero no daba un paso más. Los alumnos lo admiraban por la claridad en sus explicaciones y porque convencía con su erudición y dialéctica. Le consideraban como el profesor más completo.
Asesor del Obispo en el Concilio Vaticano II (1962-1965)
Con sus publicaciones y conferencias, el doctor Navarro consiguió fama en su especialidad de cristología. En la arquidiócesis de Toledo era el número uno como teólogo. Don José María, muy buena persona como obispo pero de mentalidad muy conservadora, no dudó en nombrarle asesor para las sesiones del Vaticano II. Y para la temática social-pastoral eligió al sacerdote más apropiado, a Luis Martínez. De esta manera, por tercera vez, los dos amigos coincidían, cada uno desde su perspectiva, en tareas comunes. Para mayor independencia decidieron hospedarse en Roma en residencias diferentes. El obispo don José María y Alberto se hospedaron en el Colegio Español de Roma. Luis marchó a una parroquia de la periferia. Los dos amigos conversaban con frecuencia.
Si interesante resultaba seguir las intervenciones de los padres conciliares, no tenía menos importancia el contacto con los obispos conocidos, con otros profesores, escritores y periodistas. Durante las sesiones del Vaticano II, 1962-1965, Alberto, el asesor toledano, disfrutó del trato amistoso con otros teólogos, pero siempre de su misma mentalidad. Sistemáticamente rechazaba a los innovadores o progresistas porque según su opinión no estaban dentro de la doctrina tradicional, como sucedía con el ecumenista, el joven suizo Hans Küng. Otros especialistas le hacían dudar como, por ejemplo el padre Häring (del que había leído su Ley de Cristo) porque, a su juicio, “se pasaba un poco” a la hora de armonizar la espiritualidad clásica con el mundo moderno. El prefería la Teología de la perfección, del famoso dominico Padre Antonio Royo.
Alberto saludó en el colegio Español a José María Cabodevilla, pues había leído Señora Nuestra que tanto le entusiasmó. José María presentó “al pintor toledano” a dos amigos, a José María Javierre y a José Luis Martín Descalzo. Los cuatro compartieron la comida y el café en varias ocasiones. Alberto, tímido ante la personalidad de las tres figuras que ya destacaban en España, se limitó a escuchar y no se atrevió a exponer sus criterios conservadores. Pero los tres sacerdotes le produjeron una grata impresión, cada uno con una personalidad diferente pero coincidían con la mentalidad de Luis que Alberto no compartía. Los tres propugnaban una iglesia posconciliar renovada y alejada de los parámetros de los tiempos de cristiandad. Alberto seguía en sus trece y permanecía tranquilo pues en definitiva reflejaba los criterios de su obispo don José María y la de otros muchos obispos españoles. Él estuvo presente en Roma durante todas las sesiones del Concilio con la misma actitud. Al final del Vaticano II compartía el criterio de algunos obispos que decían convencidos: el Concilio “nada nuevo” nos ha dicho”.
Dos versiones del Vaticano II (1966)
Finalizado el Concilio, el teólogo y el pastoralista regresaron a su diócesis toledana. En la reunión que se celebró sobre el Vaticano II, Alberto y Luis expusieron a los sacerdotes y seminaristas su opinión sobre el Concilio. Visión muy diferente y opuesta la de uno y la del otro.
Luis manifestaba su entusiasmo porque había nacido una Iglesia nueva capaz de afrontar la problemática del mundo contemporáneo.
No compartía Alberto tal entusiasmo. Más aún, afirmaba como slogan que el Concilio se había limitado a repetir la doctrina de siempre. Y que la vida de la Iglesia seguiría igual.
Fue muy comentado entre los sacerdotes el “encontronazo” que Alberto y Luis tuvieron a la hora de responder a las preguntas de los oyentes. El choque presentó tales dimensiones que la amistad quedó un tanto deteriorada. Eran dos posturas opuestas, una muy inclinada hacia la derecha conservadora, la de Alberto, y la otra, la de Luis, moderada, pero para Alberto muy de “izquierdas”, propia de uno que había militado en la HOAC. De hecho, se enfriaron las relaciones y mucho más cuando Alberto fue nombrado profesor en la Pontificia de Salamanca y Luis quedó en la diócesis como asesor de los movimientos cristianos obreros.
Profesor en Salamanca, rápido ascenso y caída vertiginosa (1966-1968).
El ego de Alberto subió al máximo cuando al regresar del Vaticano II, la Pontificia de Salamanca, presentado por su Obispo, nombró profesor de dogmática al brillante alumno de la década anterior y con espléndida calificación en la Gregoriana por su tesis doctoral.
Los alumnos de la Pontificia, al principio recibieron muy bien al flamante doctor Navarro, que, muy confiado en su doctrina y actitud conservadora, comenzó a impartir sus clases con pocas variantes. Pecó de ingenuidad, pues creía que los alumnos (los seminaristas del posconcilio), poseían la misma receptividad, obediencia y adhesión que la de sus tiempos de estudiante. Pensaba: en realidad, solamente unos diez años separan a la generación posconciliar de los seminaristas de los gloriosos años cincuenta. Gran equivocación. El teólogo “quijote” Alberto, seguía en su actitud rígida, la de siempre. Pero sus alumnos no opinaban lo mismo. Ellos sí que captaron los nuevos y frescos aires teológicos del Vaticano II que pedían una Iglesia y una teología profundamente renovada. Y comenzaron a exigir al profesor un cambio de mentalidad y de método teológico. Como Alberto no cedía lo más mínimo, arreciaron las críticas, las protestas y alguna que otra “huelga” estudiantil.
El primer año, 1966-1967, pudo aguantar la dura oposición, pues se trataba de un profesor brillante. No sucedió lo mismo en el curso siguiente. Alberto no daba crédito a lo que estaba asistiendo: los alumnos, antes dóciles, ahora no aceptaban sus planteamientos y respuestas. Como el “viejo profesor” aunque joven en edad, no cedía, el profesor admirado al comienzo del curso pasado, el doctor Alberto Navarro, fue rechazado. La situación era difícil porque las presiones de los estudiantes crecían y Alberto no podía renunciar a lo que consideraba la verdad inmutable y a los métodos que siempre habían servido. Si había que renunciar a las clases, él renunciaba, pero no a sus ideas y a sus métodos.
Asesor en Medellín y párroco en un suburbio (1968)
Terminado el curso 1967-1968, las quejas por parte de la Universidad llegaron tan fuertes e insistentes a Don José María que le ofreció la oportunidad de interrumpir las clases por un curso a modo de tiempo sabático. Coincidió que por estos meses, el CELAM, Conferencia episcopal latinoamericana, solicitó un conferenciante con motivo de la 2ª conferencia episcopal latinoamericana que se celebraba en Medellín, en 1968. Alberto fue elegido y aceptó
Además, el sacerdote toledano podía colaborar con el equipo diocesano que trabajaba en Bogotá. Allí podía encontrarse con su amigo Luis, responsable del equipo sacerdotal de Toledo en la capital de Colombia. Si Alberto accedió a dejar las clases, fue, en buena parte, para alejarse del ambiente hostil de Salamanca. Y porque le llamaba la atención poder trabajar por algún tiempo en el Tercer mundo. También tenía oportunidad de reconciliarse plenamente con su amigo Luis. De hecho, tuvieron un cuarto encuentro, quizás el más prolongado y dramático.
Y la reconciliación comenzó con la enfermedad de Luis que tuvo que ser sustituido por Alberto temporalmente en su parroquia. Después ocurrirían muchos sucesos que afectaron profundamente a la vida del sacerdote, teólogo y pintor, ahora con una tarea nueva y arriesgada, el trato directo con el Tercer mundo como párroco suplente en un suburbio de Bogotá.