¿Cuántos son los “virus” psicológicos?
Es clásico el tema de los virus que atacan el cuerpo. Últimamente están de moda los “virus” informáticos que obstaculizan el ordenador. También y en plan figurativo podemos hablar de los “virus” que descontrolan al yo humano, le impulsan a la prepotencia, al hedonismo, la envidia, la pasividad o a las respuestas agresivas...En definitiva, son los promotores del egoísmo para conseguir sus objetivos. Así, por ejemplo, para alcanzar la realización personal se impone superar muchos defectos presentes en la persona que merece el calificativo de egoísta, iracunda, agresiva, envidiosa, impaciente, autosuficiente-orgullosa, hedonista o escalavizada por algún tipo de adicción.
El egoísta: “mis intereses y deseos antes que nadie”
La persona egoísta antepone el propio interés a los legítimos derechos del prójimo: es incapaz de dar con generosidad; ve sus intereses como lo primero y lo último olvidando los ajenos. El egoísmo conlleva siempre la injusticia porque no guarda el justo equilibrio entre el derecho personal y el ajeno. El ególatra se ama con exceso, convierte su yo en el centro del culto y con mucha frecuencia está mezclado con la soberbia que sobrevalora sus posibilidades y desprecia al prójimo.
La persona iracunda, agresiva, la que “pierde los estribos” El iracundo y el violento son tipos muy fuertes de carácter, propensos a perder los nervios con descargas de ira. Su hipersensibilidad agresiva les hace estallar con modales violentos y pérdida de la paz interna. A estas personas, coléricas por temperamento, les cuesta mucho la humildad, la paciencia y mansedumbre. Vivir en comunión consigo mismo es una batalla continua. La ira puede justificarse como la reacción ante la injusticia o la falsedad pero acompañada de reflexión y calma para encontrar la respuesta adecuada.
El envidioso siente tristeza por el bien ajeno
Merece el calificativo de envidiosa toda persona que siente tristeza o fastidio por el bien ajeno; la que ve con malos ojos la promoción de los otros como si fuera una disminución personal (de su dignidad y fama). Por el contrario, experimenta alegría (más o menos disimulada) ante los fracasos y desgracias del prójimo. Cultiva también celos y celotipias por la ambición de ser el primero y el único; ve al prójimo como un estorbo para su gloria y a quien hay que eliminar. El discurso del envidioso es muy crítico y su relación con el prójimo está impregnada del odio más o menos oculto porque el otro tiene lo que él pretendía y que no ha podido conseguir
El impaciente exclama: “no aguanto más”.
Cuando no existe la fortaleza en una molestia duradera, surgen las respuestas de impaciencia que consisten en la falta de dominio sobre uno mismo. El impaciente exige lo que no puede recibir de los demás, de sí mismo o del mismo Dios contra quien se rebela. Esta personalidad es un tanto orgullosa y prepotente: espera una respuesta afirmativa e inmediata a sus peticiones. La turbación y el desasosiego son otras manifestaciones del impaciente que rechaza el tiempo necesario entre su propósito o mandato y la inmediata realización.
El no saber esperar es otro de los rasgos del impaciente altanero que protesta contra los defectos del prójimo o las contrariedades de la vida. Todo tiene que resultar a la medida del sentido de su verdad y de su justicia.
El avaricioso no tiene saciedad en el poseer
“Todo lo necesito”. Aquí se manifiesta el amor desmedido hacia los bienes materiales. El que está dominado por la avaricia convierte en ídolo la riqueza porque le da un valor absoluto y porque mantiene una dependencia personal. Además, muestra insensibilidad hacia el prójimo necesitado a quien sacrifica para satisfacer sus ansias de mayores riquezas; experimenta el placer de la posesión de los bienes materiales a los que adora y rinde culto. La persona ambiciosa pretende objetivos superiores a sus posibilidades en la adquisición de cosas, honores, en el influjo, en el uso de la autoridad o en cualquier área de la personalidad.
El soberbio sostiene: “mi dignidad, valores y méritos son los superiores”.
Son legítimas las aspiraciones para superarse, triunfar y conservar los derechos personales. Pero el soberbio las supervalora. Su juicio exagera la estima legítima del propio valer, poseer y poseer. Está dominado por el impulso de la propia excelencia, por el juicio desorbitado sobre su dignidad. La actitud orgullosa se caracteriza por su afán desmedido de ser preferido y tenido en cuenta, por su hipersensibilidad hacia el propio honor y fama. La persona dominada por la soberbia gusta de rodearse de personas dóciles que le alaben y desprecia internamente a los demás. Como rebelde, será contrario a todo lo que se oponga a su pensar y sentir; el idólatra de su yo no admite a nadie superior a sí mismo a quien tenga que rendir tributo. Es un individuo que critica “a todo el mundo” pero es incapaz de escuchar algún juicio negativo sobre su persona. Independiente en el obrar, con ansias de dominación, desaprensivo e intolerante, son otras tantas características del orgulloso.
El hedonista y su actitud de “comamos y bebamos...”
Es la persona esclavizada por cualquier exceso permanente en la comida, sexo, bebida, descanso corporal, diversiones, amistades, alcohol, droga o juego hasta la ludopatía... Estos “viciosos” cultivan el hedonismo que se convierte en la jaula que les imposibilita salir. Ellos buscan el placer y la supresión del dolor como objetivo o razón de su vida. Para ellos, el fin último del hombre se identifica con el placer: su trabajo se orienta al dinero que facilitará una vida de bienestar material. Su ideal es pasar lo mejor posible “los cuatros días de esta vida”. Al hedonista se le puede aplicar lo que en otro contexto dijera San Pablo: “comamos y bebamos que mañana moriremos” (1Cor 15,32).
El egoísta: “mis intereses y deseos antes que nadie”
La persona egoísta antepone el propio interés a los legítimos derechos del prójimo: es incapaz de dar con generosidad; ve sus intereses como lo primero y lo último olvidando los ajenos. El egoísmo conlleva siempre la injusticia porque no guarda el justo equilibrio entre el derecho personal y el ajeno. El ególatra se ama con exceso, convierte su yo en el centro del culto y con mucha frecuencia está mezclado con la soberbia que sobrevalora sus posibilidades y desprecia al prójimo.
La persona iracunda, agresiva, la que “pierde los estribos” El iracundo y el violento son tipos muy fuertes de carácter, propensos a perder los nervios con descargas de ira. Su hipersensibilidad agresiva les hace estallar con modales violentos y pérdida de la paz interna. A estas personas, coléricas por temperamento, les cuesta mucho la humildad, la paciencia y mansedumbre. Vivir en comunión consigo mismo es una batalla continua. La ira puede justificarse como la reacción ante la injusticia o la falsedad pero acompañada de reflexión y calma para encontrar la respuesta adecuada.
El envidioso siente tristeza por el bien ajeno
Merece el calificativo de envidiosa toda persona que siente tristeza o fastidio por el bien ajeno; la que ve con malos ojos la promoción de los otros como si fuera una disminución personal (de su dignidad y fama). Por el contrario, experimenta alegría (más o menos disimulada) ante los fracasos y desgracias del prójimo. Cultiva también celos y celotipias por la ambición de ser el primero y el único; ve al prójimo como un estorbo para su gloria y a quien hay que eliminar. El discurso del envidioso es muy crítico y su relación con el prójimo está impregnada del odio más o menos oculto porque el otro tiene lo que él pretendía y que no ha podido conseguir
El impaciente exclama: “no aguanto más”.
Cuando no existe la fortaleza en una molestia duradera, surgen las respuestas de impaciencia que consisten en la falta de dominio sobre uno mismo. El impaciente exige lo que no puede recibir de los demás, de sí mismo o del mismo Dios contra quien se rebela. Esta personalidad es un tanto orgullosa y prepotente: espera una respuesta afirmativa e inmediata a sus peticiones. La turbación y el desasosiego son otras manifestaciones del impaciente que rechaza el tiempo necesario entre su propósito o mandato y la inmediata realización.
El no saber esperar es otro de los rasgos del impaciente altanero que protesta contra los defectos del prójimo o las contrariedades de la vida. Todo tiene que resultar a la medida del sentido de su verdad y de su justicia.
El avaricioso no tiene saciedad en el poseer
“Todo lo necesito”. Aquí se manifiesta el amor desmedido hacia los bienes materiales. El que está dominado por la avaricia convierte en ídolo la riqueza porque le da un valor absoluto y porque mantiene una dependencia personal. Además, muestra insensibilidad hacia el prójimo necesitado a quien sacrifica para satisfacer sus ansias de mayores riquezas; experimenta el placer de la posesión de los bienes materiales a los que adora y rinde culto. La persona ambiciosa pretende objetivos superiores a sus posibilidades en la adquisición de cosas, honores, en el influjo, en el uso de la autoridad o en cualquier área de la personalidad.
El soberbio sostiene: “mi dignidad, valores y méritos son los superiores”.
Son legítimas las aspiraciones para superarse, triunfar y conservar los derechos personales. Pero el soberbio las supervalora. Su juicio exagera la estima legítima del propio valer, poseer y poseer. Está dominado por el impulso de la propia excelencia, por el juicio desorbitado sobre su dignidad. La actitud orgullosa se caracteriza por su afán desmedido de ser preferido y tenido en cuenta, por su hipersensibilidad hacia el propio honor y fama. La persona dominada por la soberbia gusta de rodearse de personas dóciles que le alaben y desprecia internamente a los demás. Como rebelde, será contrario a todo lo que se oponga a su pensar y sentir; el idólatra de su yo no admite a nadie superior a sí mismo a quien tenga que rendir tributo. Es un individuo que critica “a todo el mundo” pero es incapaz de escuchar algún juicio negativo sobre su persona. Independiente en el obrar, con ansias de dominación, desaprensivo e intolerante, son otras tantas características del orgulloso.
El hedonista y su actitud de “comamos y bebamos...”
Es la persona esclavizada por cualquier exceso permanente en la comida, sexo, bebida, descanso corporal, diversiones, amistades, alcohol, droga o juego hasta la ludopatía... Estos “viciosos” cultivan el hedonismo que se convierte en la jaula que les imposibilita salir. Ellos buscan el placer y la supresión del dolor como objetivo o razón de su vida. Para ellos, el fin último del hombre se identifica con el placer: su trabajo se orienta al dinero que facilitará una vida de bienestar material. Su ideal es pasar lo mejor posible “los cuatros días de esta vida”. Al hedonista se le puede aplicar lo que en otro contexto dijera San Pablo: “comamos y bebamos que mañana moriremos” (1Cor 15,32).