Difuntos

Ese otoño, Julián cambió la fiesta de Halloween por la seriedad del cementerio en Albera. Sor Consuelo le vio poniendo flores en el reciente nicho de su padre y se acercó para decirle unas palabras. Julián hablaba confuso, aturdido aún por el sobresalto pasado.



-No me nombre a Dios, hermana.

Sor Consuelo lo comprendía. Había visto esa desgracia mil veces. Para quien le toca, siempre es como si ocurriera por primera vez y el mayor drama del universo. Sin embargo, la monjita hizo notar desde su sencilla sabiduría:

-¿Cómo honrarás a los difuntos, si olvidas a Dios Jesús?

Julián aún estaba en la fase de negación y de ira. Por un lado rechazaba la ayuda y por otro la necesitaba más que el aire que respiraba. Depositó las flores en el nicho de su padre, hizo un leve gesto a sor Consuelo y se fue con los ojos arrasados en lágrimas.

El año siguiente, el día de Difuntos, sor Consuelo se fijó en Julián en el cementerio. El joven había cambiado, maduró mucho en poco tiempo. Llevó las flores a la tumba de su padre con humildad y conformidad, como cumpliendo un rito. Las dejó con cuidado, se santiguó y luego rezó -cabizbajo, las manos juntas- hasta que se fue.
Volver arriba