Después de Los Santos y ante de Navidad, sor Consuelo acudió otra vez al cementerio de Albera para llevar flores a la memoria de sus padres.
Unos nichos más allá, en la misma calle, estaba Natalia, una joven desquiciada por una tragedia familiar, que acudía al cementerio más de la cuenta.
Natalia miró extrañada cómo sor Consuelo depositaba flores en su nicho familiar. Entonces Natalia comprendió que la vieja monjita también tuvo padres, y que a pesar del tiempo los echaba mucho de menos. Como todo el mundo.
Sor Consuelo se dio cuenta. Miró a los ojos de Natalia, que estaba a unos metros, y le sonrió con cariño. Natalia también la miró y le devolvió la sonrisa: un inmenso avance por su parte, entre la borrasca de sus tormentas interiores.