En el siglo XXI también hay drogadictos, más y peores que en el siglo XX. En Albera, algunos de ellos acudían a sor Consuelo en secreto para contarle el rosario de dramas en que se había convertido su vida. Era curioso: esos jóvenes, hasta hace poco fiesteros, bulliciosos y hasta pendencieros, ahora sólo confiaban desesperados en una monja.
Sánchez, de 27 años, vivía una situación angustiosa. Reveló llorando a sor Consuelo que ya no podía más: había perdido su trabajo y su novia, los amigos le rechazaban, estaba a punto de romper con su familia. Se había vuelto solitario, huraño y misántropo. Todo por el torbellino vertiginoso imparable, negro pozo sin fondo de la droga.
Sor Consuelo comprendió la situación. Cogió de la mano a Sánchez, como si fuera un niño grande, y se lo llevó a dar un paseo por Albera... algo que el joven ya nunca hacía.
Pasaron por una placita preciosa, donde menudeaban gentes diversas. Como todas las mañanas (y sor Consuelo lo sabía), había una niñita asomada a la ventana de su casa. Tendría unos dos años, rubita, sólo llevaba puesto un pañal. Silenciosa y quieta, miraba a la gente, mientras su madre hacía dentro las faenas de la casa.