El padre había muerto un año antes, fracasado y alcohólico. La delicada madre no podía soportarlo y, una lluviosa noche de invierno, salió de casa para lanzarse al río.
Helena tomó a sus dos hermanas pequeñas, que la miraban aterradas; las acurrucó a sus costados, envueltas las tres en un edredón, ante la chimenea. Les contó la historia de un caballo blanco, que volaba por mares y cielos, para proteger a niñas como ellas.
El milagro se produjo: las dos niñas pequeñas se tranquilizaron en la tempestad.
Y hubo otro milagro. La delicada madre volvió a casa y les contó por qué: En la ribera del río, a pesar de la lluviosa noche invernal, se encontró con una peculiar monjita, llamada sor Consuelo, que salía muchas noches en busca de menesterosos.
Sor Consuelo la convenció para que volviera a casa y la acompañó hasta la puerta.
La delicada madre cuidó de sus tres hijas, asistida desde entonces por sor Consuelo, una peculiar institutriz, con un rosario que tenía un bello Cristo tallado, un moderno teléfono móvil, y que parecía poder sacar cualquier cosa del bolsillo de su hábito azul como el cielo.
Años después, la joven e intrépida Helena marchó a la capital y se hizo rica y famosa, publicando historias de una curiosa institutriz que ayudaba a los niños.