En el paseo de Albera, había una chica sentada de un banco, con una mochila, disimulada entre la gente. Pero sor Consuelo, de paso a sus obras de piedad, la vio en seguida. No era del pueblo. ¿De dónde venía? ¿Adónde iba? ¿Cuál era su historia? ¿Qué hacía allí? Y recordó una preciosa novelita de Simenon, que leyó de joven, titulada "El hombre del banco".
La chica agarró con temor su mochila al acercarse la monja: ya no se fiaba de nadie.
-No he hecho nada -dijo-. ¿Es que no puedo estar aquí sentada?
-Claro que sí -dijo sor Consuelo-. ¿Y yo puedo?
La monjita se sentó a su lado y siguió:
-¿Necesitas algún tipo de ayuda?
La chica se revolvió con la mochila y la rechazó de malos modos. Sor Consuelo se levantó para evitar un escándalo. Comprendía que había gente así en el mundo. Ella lo había intentado. Cuando su ágil cuerpecillo se alejaba, oyó a su espalda: