Cerca del convento María Auxiliadora de Albera, en la plaza del mismo nombre, vivía una mujer que tenía dos hijas: Laura era alta y muy atractiva, Natalia era gruesa y disminuida psíquica, como si la caprichosa naturaleza lo hubiese puesto todo en una.
Sin embargo, ninguna de las dos hermanas era feliz. Laura andaba siempre de fiesta, cambiando de trabajo y de novio, no cuajaba ningún plan. Y la inocencia de Natalia tampoco le daba serenidad: a veces la joven, presa de terribles angustias, escandalizaba al vecindario gritando que quería morirse.
La pobre madre no sabía qué hacer, máxime cuando el marido era un tarambana que bebía, gastaba y se olvidaba de los asuntos familiares. Un día, la madre, desesperada, fue al vecino convento y le contó el caso a sor Consuelo.
Tras pensarlo un instante, la monjita dijo:
-Mándamelas esta tarde.
Las dos hermanas acudieron de la mano a la capilla del convento, donde las esperaba sor Consuelo. Allí daba misa de maitines el padre Rodrigo, pero permanecía abierta todo el día. Se sentaron en un banco tranquilo y rezaron en silencio junto a sor Consuelo. Ambas hermanas, tan distintas, se calmaron, y desde entonces acudían a orar todas las tardes.