"El cristianismo no pretende proponer una "paz" que calle ante la injusticia y la defensa de los pobres" Spadaro: "No hay paz cristiana sin lucha contra la pobreza"

Príncipe de la paz
Príncipe de la paz

"Debemos borrar de nuestro imaginario la figura de un Jesús dulce, una imagen que propone la paz como un balance de fin de temporada"

"El cristianismo vive de una profecía que sabe que el mensaje del "Príncipe de la Paz" no se cumplirá en la historia, y sin embargo es a esa profecía a la que debe dirigirse la acción del mundo"

"Imaginar que se puede eliminar la conflictividad de este mundo es una pretensión ideológica. Aunque sólo sea porque existe la lucha entre el bien y el mal que actúa en la dinámica de la historia"

"No penséis que he venido a poner paz en la tierra; no he venido a poner paz, sino espada". Así dice Jesús en el evangelio de Mateo (10:34). Uno se escandaliza al leer estas palabras tan directas e inequívocas, y quizá por ello olvidadas. No tienen nada de irenistas. Pero es el mismo Jesús quien, de nuevo en Mateo, afirma un mandato ético fundamental: "Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios" (5,9). Quizá sea precisamente en estas palabras del Evangelio de Mateo donde encontramos los dos polos auténticamente cristianos de la paz. Y el tono más auténtico de las bienaventuranzas es el que Pasolini quiso dar en su versión del Evangelio de Mateo: una bienaventuranza casi airada.

En definitiva, debemos borrar de nuestro imaginario la figura de un Jesús dulce, una imagen que propone la paz como un balance de fin de temporada. El mensaje de Jesús exige opciones radicales, y por eso puede convertirse en fuente de contrastes y desacuerdos: exige la "espada", en el sentido de que exige cortes y pone división incluso dentro de las familias: "He venido a separar al hijo de su padre, a la hija de su madre, a la nuera de su suegra; y los enemigos del hombre serán sus propios enemigos" (Mateo 10, 35-36).

Luchar por la paz es una lucha, una "militancia", que exige estar activo en este mundo para perseguirla. No es el restablecimiento pasivo de una frecuencia melódica armónica original, sino la tensión incesante de una vida que trabaja por un mundo más unido, justo y solidario, que, sin embargo, nunca se realizará plenamente. La paz para el cristiano es siempre una gracia, un don: el de Cristo que el mundo es incapaz de ofrecer (cf. Jn 14,27).

Príncipe de la paz

El cristianismo vive de una profecía que sabe que el mensaje del "Príncipe de la Paz" no se cumplirá en la historia, y sin embargo es a esa profecía a la que debe dirigirse la acción del mundo. Así en las palabras de Isaías, que trastoca el sentido común y da la vuelta a nuestros miedos más naturales e instintivos, convirtiéndolos en disparates:

"Morará el lobo con el cordero, y el leopardo se echará junto al cabrito; el ternero, el leoncillo y el ganado cebado estarán juntos, y un niño los pastoreará. La vaca pastará con la osa, sus crías se echarán juntas, y el león comerá forraje como el buey. El lactante jugará en el nido de la víbora, y el niño destetado extenderá la mano en el agujero de la serpiente. No habrá daño ni perjuicio en todo mi monte santo" (11,6-8).

Jesús anuncia este reino, que no es de este mundo, sino que comienza aquí y ahora, y consiste en el derribo de muros de separación (Ef 2,14), de compartimentos estancos, de polarizaciones rígidas.

La imaginación profética capta la dialéctica de los opuestos y los encarna en la naturaleza animal que no pierde su dimensión salvaje, sino que desea la armonía de los instintos. Imaginar al león viviendo en compañía de animales gordos, o a la vaca pastando con el oso, o al lobo viviendo en la misma casa que el cordero, no es fantasear con un mundo aniquilado, incruento, desprovisto de pasiones y desengañado. Eso sería una pesadilla, no una profecía. A Nietzsche le horrorizaba. En cambio, está subvirtiendo la capacidad de comprender el mundo, haciendo añicos el logos común e incluso el propio sentido del "hogar" como lugar de seguridad doméstica.

Hay que formarse en la utopía para comprender el poder de la profecía de un mundo que permite a cada uno ser lo que es sin recurrir al mal y al daño, a la muerte y a la destrucción. El sentido de la profecía judía que el cristianismo ha asumido radicalmente viene dado por el niño que "juega" con la víbora. El deseo de paz es lo que lleva a traducir la agresión en el juego que divierte o agrada sin destruir al otro: al contrario, se basa en su integridad. Como en el conflicto amoroso, por ejemplo, o en el agonismo.

La 'pax cristiana', pues, no es la 'tranquillias animi' estoica, aunque el cristianismo se haya sentido a menudo fascinado por ella. Requiere el "juego" de las partes porque el conflicto es inerradicable en la dinámica de las relaciones humanas y, por tanto, también en las internacionales. De hecho, la paz misma "implica una verdadera lucha", como afirmó una vez el Papa Francisco.

La paz nunca es la pérdida de polaridad y contraste, no es monotonía, acostumbramiento y sumisión. Y esto tiene una repercusión directa en la acción del cristiano en el mundo, que es siempre dramática porque sabe que vive en un choque que no puede detenerse, ya que es un hecho constitutivo e inerradicable de la historia humana. Imaginar que se puede eliminar la conflictividad de este mundo es una pretensión ideológica. Aunque sólo sea porque existe la lucha entre el bien y el mal que actúa en la dinámica de la historia. Por el contrario, hay que ir a la raíz de los conflictos, comprender sus raíces, desescalarlos, aprender a jugar. Y esto requiere militancia, creatividad, lucha, compromiso.

En un mundo de orden alterado y de guerras que estallan como piezas de un mosaico cubista, ¿qué puede significar todo esto? El cristianismo siempre ha sabido, por ejemplo, que en la raíz de los conflictos está la injusticia. Por eso, por ejemplo, las iniciativas de "paz" deben estar siempre vinculadas a las dos grandes cuestiones sociales: la paz social y la inclusión de los rechazados. Los conflictos armados suelen tener su raíz última en estos temas. El Papa Francisco lo repite una y otra vez.

El cristianismo no pretende proponer una "paz" que calle ante la injusticia y la defensa de los pobres. Una paz que no surja como fruto del desarrollo integral de todos ni siquiera tendrá futuro y será siempre semilla de nuevos conflictos y de diversas formas de violencia. Y, en efecto, para el cristianismo la paz no es en sí misma una meta a alcanzar, sino sólo el primer paso, la condición para el desarrollo y la superación de la injusticia.

La paz no se funda en un simple deseo de "orden" social. Al contrario, nace de la voluntad de resolver las causas estructurales que generan la exclusión y la violencia. Sólo así se podrá curar una enfermedad que fragiliza e indigna a la sociedad y la deja siempre en el umbral de nuevas crisis. Y es de nuevo la imaginación profética la que nos guía hacia el futuro con su fuerza, allá cuando dice de los pueblos: "Forjarán sus espadas en rejas de arado, sus lanzas en hoces; un pueblo no alzará la espada contra otro pueblo, ya no practicarán el arte de la guerra" (Is. 2,1-5). Las espadas, utilizadas por el músculo humano, permanecen tal cual, y afiladas cortan, pero ya no la carne tierna del enemigo, sino la tierra para que las semillas generen fruto y prosperidad para todos.

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