"Ya no hay niños de un lado y perritos del otro. Se siembra la semilla de una revolución" "Este es un mensaje claro para sus discípulos: el Evangelio es para todos"
Jesús se encuentra en Genesaret, en la orilla derecha del lago de Tiberíades. La gente del lugar lo había reconocido, y la noticia de su presencia había corrido por toda la región, de boca en boca. Y muchos le llevaban enfermos, que eran curados. Era, pues, una tierra donde la gente le había acogido y comprendido. Sus acciones, en efecto, eran eficaces. Marcos (Mc 7,24-30) nos dice que Jesús parte ahora hacia el noroeste, la zona de Tiro y Sidón, es decir, en la zona fenicia y, por tanto, pagana. ¿Qué hace? Le vemos entrar en una casa. ¿De quién? No lo sabemos. Pide que nadie lo sepa. ¿Por qué quería aislarse? ¿Y cómo podría, dado el éxito de sus acciones?
Marcos no nos deja entrar en esa casa, y deja a Jesús por un momento la intimidad de la soledad. Pero es sólo un momento. De repente se oyen gritos que vienen de la calle. Son de una mujer, una señora griega, de origen sirofenicio, es decir, pagana. Marcos se empeña en retratarla inmediatamente, en identificarla como lejana por su origen no judío. Había oído hablar de Jesús y por eso va a su encuentro. El motivo se aclara enseguida: vive un drama que la desgarra. Su hija está poseída por un espíritu maligno. El cuerpo de la mujer, su voz, estallan como en la escena de una tragedia. A Jesús le resulta imposible no reaccionar ante el caos que le desaloja de su refugio doméstico que le hubiera gustado imperturbable.
Jesús se muestra frío. De hecho, le responde secamente: «Deja que se sacien primero los niños; porque no es bueno tomar el pan de los niños y echárselo a los perritos». ¡Qué palabras tan indiferentes ante el dolor de la mujer! Y el suyo es un discurso implícitamente teológico: la misión recibida de Dios se limita a los hijos de Israel. Por tanto, no hay nada que hacer. La misericordia no es principalmente para ella. Está en la cola esperando a los otros, a los predestinados, a los primeros que pasarán primero. Entonces lo verá. No es una hija, es sólo una «perrita», una mascota... Una caída de tono, de estilo, de humanidad, la de Jesús, que se nos presenta como cegado por el nacionalismo y el rigorismo teológico.
Pero la mujer es obstinada. Su esperanza es desesperada, y rompe las barreras de una insistencia inoportuna. No se indigna ante esa frialdad. Sí, Señor...», comienza. Le llama «Señor», es decir, reconoce su autoridad y su misión, mientras que cualquier otro en su lugar habría desistido. Pero la mujer no lo hace. Está decidida. Quiere que su hija se cure. Y se levanta como para decir «sí, señor». Pero con fe astuta capta la única rendija que dejan abierta las palabras de Jesús. Él se había referido a los perritos domésticos -y no a los callejeros- que comparten las casas de sus amos. Y así, en un movimiento que la desesperación convierte en astucia, dice: «Incluso los perritos, debajo de la mesa, comen de las migajas de los niños». Impecable.
Pocas palabras las suyas, incluso veladas de ternura, pero bien dichas y tales que trastornan la rigidez de Jesús, lo confunden, lo «convierten» a sí mismo. Jesús, sin vacilar, responde: «Por esta palabra tuya, vete; el demonio ha salido de tu hija». La mujer no añade nada más. Vuelve a casa y encuentra a su «hijita acostada en la cama: el espíritu malo se había ido».
¿Qué ha sucedido? Jesús, fuera de la tierra de Israel, cura a la hija de una mujer pagana, a la que incluso alaba por su gran fe. Este es un mensaje claro para sus discípulos: el Evangelio es para todos. Ya no hay niños de un lado y perritos del otro. Se siembra la semilla de una revolución.
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