Recuerdo de un líder laico. En el 86 aniversario del martirio del beato Anacleto González Flores



Luis de la Torre Ruiz / El Semanario de Guadalajara. 1 de abril.- La Ciudad de Guadalajara está consternada. La angustia y la impotencia ahogan sus gargantas. Un murmullo, como rezo, recorre las calles. Aquella tarde del viernes primero de abril de 1927 llegaba al Cuartel Colorado un piquete de soldados empujando violentamente a cuatro jóvenes que habían sido aprehendidos unas horas antes. Ellos eran: Anacleto González Flores, dos hermanos Vargas y Luis Padilla. Habían escapado de esa redada los jóvenes acejotaemeros (miembros de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, ACJM) Antonio Gómez Robledo -posteriormente un brillante Humanista y Diplomático- y Agustín Yáñez Delgadillo -con el tiempo, gran Literato, Gobernador del Estado y Secretario de Educación Pública-, gracias a las influencias de sus padres y amigos con el Gobierno de José Guadalupe Zuno Hernández.

Luego de ser maltratados los prisioneros, los esbirros se ensañaron con Anacleto, lo colgaron de los pulgares y lo acosaron con groserías y preguntas para que delatara el sitio donde se encontraba oculto el Arzobispo Francisco Orozco y Jiménez. Le pedían, además, que diera los nombres de los dirigentes de la Unión Popular. Ante su silencio, Anacleto fue herido por la espalda a bayoneta calada. Y, ya a punto de muerte, fue arrastrado al patio del Cuartel para ser fusilado junto con sus compañeros. Pronto, los cuatro cuerpos yacerían en medio de un charco de sangre.

Lo que siguió fue un cuadro de lo más desolador: El Cuartel Colorado se teñía de rojo, rememorando la roja tierra de Tepatitlán, tierra natal del Mártir. El crepúsculo de ese día canicular también enrojecería a jirones el cielo.

Hombre de silencio heroico y de candente palabra

Anacleto sabía muy bien dónde se escondía el Arzobispo; también podía dar conocimiento de los Jefes de la Unión Popular, y estaba, a la vez, bien informado sobre los movimientos de los cristeros. Se había resistido, hasta donde fuera posible, a la lucha armada, aunque, ante la evidente decisión del campesino por la guerra, no tuvo más que aceptar la acción, sin tomar él personalmente las armas, salvo su espada de doble filo: la palabra. Espada esgrimida poderosamente con la letra impresa en el Periódico Gladium, su medio de comunicación. Se sabía perseguido en Guadalajara por la jauría de sus enemigos, y pudo haberlos evadido yéndose a la sierra o a la barranca, pero prefirió permanecer en su atalaya haciendo fuego con la palabra escrita y con su elocuente verbo.

Anacleto fue un hombre trascendente. Su inteligencia, su cultura, su vocación y su liderazgo traspasaron su tiempo. Su juventud es eterna. Amó y creyó en los jóvenes hasta hacerlos capaces de dar la vida por un ideal. Supo enfrentarse al poderoso con una resistencia pacífica, capaz de derogar leyes sectarias, incubadas en el odio al Catolicismo. Poseía la fuerza suficiente para desatar tempestades: el Misticismo. Su vida seguía los pasos de San Vicente de Paúl, en la caridad, y de San Francisco de Asís, en la pobreza, sustentándose diariamente en la Eucaristía. Pero también se inspiraba en Sócrates, en Alejandro, en Carlomagno, en Shakespeare, en Ozanam, en Lacordaire, en O´Connell y en Windthorst.

Ejemplo de fidelidad

Su pasión por la Filosofía y la Historia aumentó su pasión por Cristo, por el Evangelio y por el Catolicismo, como única Doctrina que conoce y reconoce al hombre como un ser profundamente divino y hondamente humano. Veía en Jesús de Nazareth a Dios hecho Hombre. Y por Él depositó su voto de sangre. Nos costaría trabajo imitarlo tan sólo con un voto de unidad y de Fe.

Para Anacleto había tres clases de hombres: el creyente, el no creyente y el tibio. A partir de su sacrificio y el de tantos Mártires de La Cristiada, los fieles de la Iglesia han ido claudicando, mientras el número de los tibios se ha multiplicado y ha engrosado las filas de las sectas. Cabría preguntarnos – los católicos- cuánto hemos sabido apreciar una personalidad de ese tamaño.

Si Anacleto hubiera sido un liberal, seguramente estaría entronizado en los altares de la Razón; pero, como católico, su vida y su nombre no aparecen en la Historia Oficial, y de seguro es una ‘papa caliente’ para la élite intelectual que conduce la mentalidad ideológica en este país. Y, si bien la Iglesia lo ha elevado a la Beatitud por encima de sus virtudes cívicas, también es verdad que no es suficientemente conocido su pensamiento ni su modelo de vida. Su tono es de trompetas apocalípticas, y sus dardos son de fuego. Tal vez por eso su lectura no sea placentera, sino más bien mortificante, como de otro idioma, como de otro tiempo. Pero González Flores fue un paladín que respaldó, con hechos, cada una de sus exaltaciones. Con su vida, selló la verdad de sus mensajes.

Inicialmente, el cadáver del Abogado Anacleto González Flores fue sepultado en el Panteón Municipal de Mezquitán. Luego fue reinhumado en el interior del Templo Parroquial del Santuario de Guadalupe, de Guadalajara, en cuyo barrio vivió y fue apresado. Muy elocuente es la síntesis que encierra el epitafio de su tumba: “Vita, Verbo et Sanguine, docuit”. “Enseñó con la vida, con la palabra y con la sangre”… Por algo le decían con respeto “El Maestro”. Y, con afecto, “El Maistro Cleto”.

En nombre del Papa Benedicto XVI, el Cardenal portugués José Saraiva Martins lo beatificó el 20 de noviembre de 2007 durante Solemne Ceremonia en el Monumental Estadio Jalisco, junto con otros 12 Mártires.
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