"Tarea pendiente en la Iglesia es la de reformar sinodalmente las formas institucionales sacerdotales" La amistad del Jueves Santo o alargar las filacterias y agrandar las orlas del manto
En estos tiempos de sinodalidad propuestos por el papa Francisco, el sacerdocio está siendo una de las cuestiones más contestadas y centrales. Su sentido, pero especialmente las formas que reviste y las prácticas que entraña, requiere ser pensado con una cierta urgencia y con profundidad
Quizá, sería conveniente que la dinámica establecida por Jesús de Nazaret en aquella cena estableciera espacios de rendición de cuentas, así como de responsabilidad presbiteral de las actuales identidades masculinas sacerdotales ante sus comunidades para que el Reino de Dios pueda llegar a tener otros perfumes más pascuales
| Montserrat Escribano Cárcel
Vivimos un tiempo de identidades que se reivindican, se reclamaban y piden ser reconocidas. Una de las razones puede ser que muchas de estas identidades hayan dejado de ser interpretadas como «estables» e «inalterables», lo que supone que dentro de los contextos habituales ya no muestren los mismos significados que ofrecían con anterioridad y, por ello, necesiten ser resignificadas. En el ámbito eclesial, la identidad sacerdotal recorre también ahora algunos de estos caminos de incertidumbre, y en estos tiempos de sinodalidad propuestos por el papa Francisco, el sacerdocio está siendo una de las cuestiones más contestadas y centrales. Su sentido, pero especialmente las formas que reviste y las prácticas que entraña, requiere ser pensado con una cierta urgencia y con profundidad.
Como es bien sabido, el sacerdocio, al menos el ministerial, es un sacramento que se vincula al sexo. Sacerdotes son los varones. De ahí que ser sacerdote católico suponga hoy una forma de identidad que no puede disociarse de su identidad como varón. Culturalmente, el feminismo ha cuestionado cuáles son las masculinidades que precisan nuestras democracias para tener un mundo más habitable y vivible. Como sucede en otros espacios, dentro del sacerdocio tampoco abundan los referentes de aquellos que con su vida testimonien experiencias, búsquedas o puestas en marcha de otros modos de practicar la masculinidad.
A menudo las críticas arrecian y se afirma que su comprensión estratificada del poder, su falta de escucha atenta, su dificultad para relacionarse con las mujeres y con aquellos que consideran “diferentes” se convierten en obstáculos para desarrollar su propia masculinidad sacerdotal. Sin embargo, puede ser que estas dificultades sociales y relacionales tengan raíces mucho más hondas. Quizá tengan que ver también con una comprensión de la vocación ligada a una elección considerada especial y única por razón de su sexo.
El cardenal Robert Sarah lo expresaba de este modo durante la homilía de la celebración del jubileo de su ordenación sacerdotal: «Un sacerdote es un hombre que ocupa el lugar de Dios, un hombre que está revestido de todos los poderes de Dios. ¡Vean el poder del sacerdote! La lengua del sacerdote hace un Dios de un trozo de pan»[1].
Sin embargo, la afirmación de este cardenal contrasta con la que advirtió ya la teóloga del Boston College, Mary Daly en su libro “Beyond the God Father” [Más allá del Dios padre] publicado en 1973, cuando aseguró que: «Si Dios es varón, el varón es Dios»[2]. Daly hablaba ya entonces de los «mitos de la arrogancia masculina» que imposibilitan tanto la vocación de las mujeres como a ellos mismos trasparentar al Dios del Evangelio.
La tarea de limpiar los pies
Es cierto que cualquier vocación recibida como don del Dios trinitario subraya nuestra unicidad y una elección amorosa desmedida por su parte. Esta posibilidad es, sin duda, una de las propuestas teológicas que nos ofrece el Jueves Santo. En Jerusalén, Jesús, en el entorno de una cena, nos llamó a la amistad y nos separó de la servidumbre. Sin embargo, señaló también que el camino para poder experimentarlo no era otro que el de la limpieza de los pies, tarea reservada entonces a mujeres y esclavos.
Este modo amoroso de concebir la realidad celebró la semejanza y reforzó nuestras diferencias, pero, supuso al mismo tiempo un cambio revolucionario y peligroso en nuestra identidad. De ahí que no parece que teológicamente pueda sostenerse la comprensión de un sacerdocio como elección meritocrática que aísle a los varones de sus comunidades y los convierta en reproductores cúlticos y devocionales de los sacramentos. El evangelio de Mateo indica que también en el judaísmo compartían ya esta preocupación frente a aquellos varones que habían depositado su valía identitaria en: «alargar filacterias y agrandar las orlas del manto»[3].
Vivir kenóticamente, es decir, bajar hasta la altura de los pies y ser capaces de limpiarlos requiere, para cualquiera, una conversión personal y eclesial. Sabemos bien que la conversión no llega por convicción, sino como don. Al igual, la amistad propuesta por Jesús no consiste en una elección debido a nuestros méritos o según sea nuestro género, sino por su amor incondicional.
Sin embargo, ambas cuestiones, cuando se combinan interrogan también nuestras identidades como hombres y mujeres, así como las instituciones en las que podemos o no, vivirlas en plenitud. De ahí que, vaciarse y experimentar esa amistad sacramental sea una tarea de maduración, que no sucede nunca sin la referencia al resto, a la comunidad, a los que más sufren o a los que aún permanecen “fuera”.
Es posible que una de las tareas pendientes en la Iglesia católica sea la de reformar sinodalmente sus propias formas institucionales sacerdotales. Por ejemplo, la elección de los obispos, la formación presbiteral, la llamada carrera eclesiástica o los movimientos de unas parroquias a otra consideradas mejores o de mayor prestigio.
A la vez, para entender en profundidad las masculinidades presbiterales debemos cuestionar cómo son alimentadas y configuradas por la propia institución, así como cuáles son los mecanismos de maduración y de cuidado que hay disponibles. Quizá, sería conveniente que la dinámica establecida por Jesús de Nazaret en aquella cena estableciera espacios de rendición de cuentas, así como de responsabilidad presbiteral de las actuales identidades masculinas sacerdotales ante sus comunidades para que el Reino de Dios pueda llegar a tener otros perfumes más pascuales.
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[1] Citado en Jorge Costadoat (2022), «Desacerdotalizar» el ministerio presbiteral. Un horizonte para la formación de los seminaristas. Seminarios, vol. 67 (231) 249-267.
[2] Mary Daly (1973), Beyond God the Father: Toward a Philosophy of Women’s Liberation. Boston: Beacon Press.
[3] Evangelio de Mateo 23, 1-7: “Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y agrandan las orlas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias en las plazas y que la gente los llame rabbí”, citado en: Manuel García Hernández (2024), El clericalismo y las heridas de los sacerdotes. Proyección, 71, 71-90.
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