El Gran Inquisidor

Todos los años, en la misa del domingo primero de cuaresma, se lee el evangelio de las tentaciones de Jesús en el desierto. Un relato que se encuentra en los tres evangelios sinópticos, en Marcos sólo de forma muy resumida, en Mateo y Lucas más detallado. Como es sabido, sobre este evangelio de las tentaciones de Jesús, F. Dostoyevsky, en “Los Hermanos Karamazov (l. V, c. 5), escribió una de sus reflexiones más sublimes, desde el punto de vista literario, y más profundas desde el punto de vista antropológico. La lectura religiosa, que se puede hacer de este texto, es problemática. En todo caso, se trata de un texto que da mucho que pensar. Por eso me ha parecido que puede ofrecer elementos de juicio para una lectura provechosa precisamente en la situación de crisis que estamos viviendo.
La acción se desarrolla en Sevilla, en la época más terrible de la Inquisición, cuando a diario se repetían los patéticos “autos de fe” en los que eran quemados vivos los herejes. En tal momento, un buen día e inesperadamente, Jesús vuelve a este mundo y se pone a caminar por las calles de la ciudad. Inmediatamente el cardenal, que ostenta el cargo de Gran Inquisidor, manda a la guardia del Santo Oficio con la orden tajante de detener a Jesús, que es llevado ante el Inquisidor, que enseguida le hace a Jesús la gran pregunta: “¿Por qué has venido a trastornarnos?” Jesús no responde nada. Se limita a mirar con respeto y bondad al severo cardenal. Y es entonces cuando el Gran Inquisidor le plantea a Jesús el gran alegato, del que me limito a reproducir aquí sólo algunos textos que nos obligan a reflexionar, a mí el primero, sobre lo que es verdaderamente decisivo en nuestras vidas y en nuestras conductas.
Me refiero a una de las afirmaciones más fuertes que el Inquisidor hace en su discurso cuando le echa en cara a Jesús: “Quieres ir por el mundo con las manos vacías, predicando una libertad que los hombres, en su estupidez y su ignorancia naturales, no pueden comprender; una libertad que los atormenta, pues no hay ni ha habido jamás nada más intolerable para el hombre y la sociedad que ser libres”. Y el Inquisidor continúa: “no hay para el hombre libre cuidado más continuo y acuciante que el de hallar a un ser al que prestar acatamiento”. Más aún, añade el cardenal: “Te lo repito: no hay para el hombre deseo más acuciante que el de encontrar a un ser en quien delegar el don de la libertad que, por desgracia, se adquiere con el nacimiento... No hay nada más seductor para el hombre que el libre albedrío, pero también nada más doloroso”. Y es en este momento cuando el Inquisidor le lanza a Jesús la acusación más dura: “Aumentaste la libertad humana en vez de confiscarla, y así impusiste para siempre a los espíritus el terror de esta libertad”. Y el terrorífico clérigo prosigue más adelante: “Así, las consecuencias de tu amarga lucha por la libertad humana fue la inquietud, la agitación y la desgracia para los hombres”.
Por tanto, a juicio de Dostoyevsky, mientras que la gran obra de Jesús fue defender la libertad de los seres humanos, el pánico insoportable de éstos es precisamente tener que aceptar y vivir la libertad. Ahora bien, esto supuesto, el veredicto del Inquisidor resulta patético cuando intenta justificar el comportamiento de la Iglesia: “Esto es lo que hemos hecho. Hemos corregido tu obra, fundándola en el milagro, el misterio y la autoridad. Y los hombres se alegran de verse otra vez conducidos como un rebaño y libres del don abrumador que los atormenta”. Y es entonces cuando el Inquisidor escupe con sus palabras sobre el limpio rostro de Jesús la terrible sentencia: “Tú habrías podido empuñar la espada de César. ¿Por qué rechazaste este último don? Si hubieras seguido ese tercer consejo del poderoso Espíritu, habrías dado a los hombres todo lo que buscan sobre la tierra: un dueño ante el que inclinarse, un guardián de su conciencia y el medio de unirse al fin cordialmente en un hormiguero común, pues la necesidad de la unión universal es el tercero y último tormento de la raza humana”.
Ahora, precisamente ahora, cuando nos debatimos en el miedo espantoso de la crisis. Y el miedo más espantoso del futuro que nos puede esperar. Ahora exactamente es cuando, por más pánico que nos dé pensarlo, es cuando estamos dando los primeros pasos decisivos para el logro de un mundo global, de una economía global, de un pensamiento único global.... Aspiramos a que un poder económico más fuerte nos someta más a todos. Anhelamos tener un poder político más sólido, más unido, más eficaz, más contundente... ¿Para qué? Para que nos quiten de encima el peso insoportable de la libertad. Soñamos con el “milagro” (¿el alemán, el americano, el chino...?), ansiamos la presencia del “misterio” (¿el de la tecnología, la medicina, la ciencia...?), y sobre todo lo que más deseamos, la “autoridad” (¿la del político genial, un papa llovido del cielo, un hombre de excepción que se imponga ya, de una vez y para siempre, a todos los canallas y los corruptos?).
El relato termina de forma inesperada: “De pronto, el Preso se acerca en silencio al nonagenario (Inquisidor) y le da un beso en los labios exangües. Ésta es su respuesta. El viejo se estremece, mueve los labios sin pronunciar palabra. Luego se dirige a la puerta, la abre y dice: “¡Vete y no vuelvas nunca, nunca!” Y lo deja salir a la ciudad en tinieblas. El Preso se marcha”.
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