La bondad desconcertante y escandalosa
La bondad es siempre ejemplar, admirable, modélica. Pero la bondad no llega al límite, hasta el extremo último de sus posibilidades, nada más que cuando resulta sorprendente, incomprensible, desconcertante, incluso escandalosa. Una bondad que no escandaliza es una bondad a la que seguramente le falta algo y, por tanto, no da de sí todo lo que tendría que dar.
Esto no es hablar por hablar. Pienso que, al afirmar lo que acabo de indicar, estoy tocando el componente distintivo de la verdadera bondad. La bondad extrema. Tan extrema, que en realidad no tiene límite alguno. Aquí recuerdo el ejemplo de aquella joven judía holandesa, que, en 1943, quiso libremente unirse a su familia en el tren de los deportados, que fueron conducidos al campo de exterminio de Aushwitz donde desapareció para siempre. Las últimas palabras de su diario dicen esto: “Una quisiera ser un bálsamo derramado sobre tantas heridas”.
Es evidente que un ejemplo así, resulta admirable, impresiona, nos parece ejemplar. Es un ejemplo que llega hasta eso, que ya es enorme, es muchísimo, es sencillamente impresionante. En eso está su grandeza y su límite.
Pero hay una bondad que sobrepasa todo límite. Es la bondad que pierde todo límite precisamente porque pierde toda explicación. Hasta el exceso de resultar “peligrosa”, incluso “escandalosa”. El Evangelio relata que un día Juan Bautista, cuando ya estaba encarcelado por Herodes, le mandó a Jesús dos discípulos a preguntarle: “¿Eres tú el que tenía que venir o esperamos a otro?”. La vida de Jesús le planteaba dudas a todo el mundo, incluso a san Juan Bautista. Jesús no contestó ni Sí ni No. Se limitó a citar (con ligeras variantes) un texto del profeta Isaías (26, 19): “Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres reciben la buena noticia”. Pero sorprendentemente Jesús no termina en eso, sino que añade enseguida: “¡Y dichoso el que no se escandaliza de mí!” (Mt 11, 2-5; Lc 7, 18-35).
¿Qué explicación tiene el hecho de que una persona, que hace tanto bien a los que más sufren, llegue a prevenir del peligro de “escándalo” que puede entrañar y desencadenar el bien que hace? ¿Qué sentido puede tener semejante advertencia?
Sin duda alguna, eso es lo más sensato, lo más necesario, que se puede decir, que se tiene que decir. ¿Por qué? Porque la bondad, cuando llega hasta donde tiene que llegar, necesariamente resulta escandalosa. Porque la bondad es bondad sin límites cuando no se limita a aliviar el sufrimiento, sino cuando, además de eso, lucha contra los causantes del sufrimiento. Y se enfrenta a los responsables de que en este mundo haya tanta gente que lo pasa fatal. Y ahí, en eso y entonces, es cuando se produce el escándalo. Hubo un obispo en Brasil, en el siglo pasado, Dom Helder Cámara, que decía: “Cuando ayudo a un pobre, dicen que soy un santo, cuando pregunto por qué hay pobres, dice que soy comunista”. Este obispo fue insultado, perseguido, y un día su casa fue tiroteada por unos sicarios a sueldo. Exactamente lo que hicieron con Monseñor Romero, en El Salvador. O con Monseñor Angelelli, en Argentina. Y, mucho antes, con Jesús de Nazaret, en Jerusalén. Porque Jesús no se limitó a curar a los enfermos y dar de comer a los pobres. Además de eso, les dijo en su cara a los sumos sacerdotes que habían hecho del Templo “una cueva de bandidos” (Mt 21, 13 par). Por eso, con humildad y hasta con miedo, me atrevo a terminar aquí con una pregunta: si fuéramos buenos de verdad, ¿no tendríamos que salir por las calles gritando que hemos hecho de nuestro país una cueva de bandidos? O por lo menos, ¿no tendríamos que ponernos todos a precisar, con la debida documentación en nuestras manos, quiénes son los bandidos que nos han robado el bienestar, la paz, el trabajo, la seguridad y la convivencia de hermanos que habíamos fabricado con tanto esfuerzo y a costa de tantas renuncias? No queremos ni odios, ni resentimientos, ni venganzas. Sólo queremos que se respete el derecho, la justicia y la vida de quienes tienen todo eso más amenazado.
Esto no es hablar por hablar. Pienso que, al afirmar lo que acabo de indicar, estoy tocando el componente distintivo de la verdadera bondad. La bondad extrema. Tan extrema, que en realidad no tiene límite alguno. Aquí recuerdo el ejemplo de aquella joven judía holandesa, que, en 1943, quiso libremente unirse a su familia en el tren de los deportados, que fueron conducidos al campo de exterminio de Aushwitz donde desapareció para siempre. Las últimas palabras de su diario dicen esto: “Una quisiera ser un bálsamo derramado sobre tantas heridas”.
Es evidente que un ejemplo así, resulta admirable, impresiona, nos parece ejemplar. Es un ejemplo que llega hasta eso, que ya es enorme, es muchísimo, es sencillamente impresionante. En eso está su grandeza y su límite.
Pero hay una bondad que sobrepasa todo límite. Es la bondad que pierde todo límite precisamente porque pierde toda explicación. Hasta el exceso de resultar “peligrosa”, incluso “escandalosa”. El Evangelio relata que un día Juan Bautista, cuando ya estaba encarcelado por Herodes, le mandó a Jesús dos discípulos a preguntarle: “¿Eres tú el que tenía que venir o esperamos a otro?”. La vida de Jesús le planteaba dudas a todo el mundo, incluso a san Juan Bautista. Jesús no contestó ni Sí ni No. Se limitó a citar (con ligeras variantes) un texto del profeta Isaías (26, 19): “Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres reciben la buena noticia”. Pero sorprendentemente Jesús no termina en eso, sino que añade enseguida: “¡Y dichoso el que no se escandaliza de mí!” (Mt 11, 2-5; Lc 7, 18-35).
¿Qué explicación tiene el hecho de que una persona, que hace tanto bien a los que más sufren, llegue a prevenir del peligro de “escándalo” que puede entrañar y desencadenar el bien que hace? ¿Qué sentido puede tener semejante advertencia?
Sin duda alguna, eso es lo más sensato, lo más necesario, que se puede decir, que se tiene que decir. ¿Por qué? Porque la bondad, cuando llega hasta donde tiene que llegar, necesariamente resulta escandalosa. Porque la bondad es bondad sin límites cuando no se limita a aliviar el sufrimiento, sino cuando, además de eso, lucha contra los causantes del sufrimiento. Y se enfrenta a los responsables de que en este mundo haya tanta gente que lo pasa fatal. Y ahí, en eso y entonces, es cuando se produce el escándalo. Hubo un obispo en Brasil, en el siglo pasado, Dom Helder Cámara, que decía: “Cuando ayudo a un pobre, dicen que soy un santo, cuando pregunto por qué hay pobres, dice que soy comunista”. Este obispo fue insultado, perseguido, y un día su casa fue tiroteada por unos sicarios a sueldo. Exactamente lo que hicieron con Monseñor Romero, en El Salvador. O con Monseñor Angelelli, en Argentina. Y, mucho antes, con Jesús de Nazaret, en Jerusalén. Porque Jesús no se limitó a curar a los enfermos y dar de comer a los pobres. Además de eso, les dijo en su cara a los sumos sacerdotes que habían hecho del Templo “una cueva de bandidos” (Mt 21, 13 par). Por eso, con humildad y hasta con miedo, me atrevo a terminar aquí con una pregunta: si fuéramos buenos de verdad, ¿no tendríamos que salir por las calles gritando que hemos hecho de nuestro país una cueva de bandidos? O por lo menos, ¿no tendríamos que ponernos todos a precisar, con la debida documentación en nuestras manos, quiénes son los bandidos que nos han robado el bienestar, la paz, el trabajo, la seguridad y la convivencia de hermanos que habíamos fabricado con tanto esfuerzo y a costa de tantas renuncias? No queremos ni odios, ni resentimientos, ni venganzas. Sólo queremos que se respete el derecho, la justicia y la vida de quienes tienen todo eso más amenazado.