El dinero
Escribo esto a las 9 y 5 minutos del día 22 de diciembre, cuando está empezando el sorteo de la lotería de Navidad, el día del gran festín del dinero, precisamente el mismo día en que los nombres de los nuevos ministros, que acaba de designar Rajoy, han puesto más de actualidad, si cabe, la crisis económica y las esperanzas que nos quedan ante la crisis. Ningún día como hoy para hablar del dinero.
Dicen los estudiosos de los orígenes de la humanidad que los hombres primitivos vivieron, durante miles y miles de años, en lo que se ha llamado una “cultura de cazadores”. Ahora bien, una condición indispensable de supervivencia, para aquellos hombres, era la movilidad. Ni vivían, ni podían vivir, instalados. De ahí que una característica de aquellas gentes fue el “desprecio de las cosas”: ningún apego a los objetos, ninguna consideración por las riquezas. Como ha observado acertadamente la sabia historiadora de la antigüedad María Daraki, “todo lo que para nosotros es riqueza, para los cazadores era carga”; el desplazamiento continuo exigía el equipamiento mínimo y desalentaba “toda veleidad de posesión” (Marshall Sahlins). Por eso, en aquellos cazadores primitivos se dio el modelo perfecto de “el hombre no-económico”. Con razón, Karl Polanyi ha dicho que “ningún móvil específicamente humano es económico”, ya sea “en el estado primitivo o en todo el curso de la historia” (cf. M. Daraky).
¡Maldita sea, pues, la hora en que se inventó el dinero! Para “el hombre no-económico”, el principio determinante era el “trueque”, el “principio de reciprocidad”. Así era la “justicia” de los hombres primitivos. La justicia del “don por el don”. Y también la justicia del “ojo por ojo”. Luego, con nuestra sedicente “civilización”, hemos inventado prohibiciones que nos organizan la vida. Es el supuesto sobre el que se fundamenta toda obra legislativa. Y hasta estamos orgullosos de nuestro progreso. Y es verdad: hemos inventado barreras que nos protegen, pero al mismo tiempo nos limitan y nos complican la convivencia. Hasta desembocar en el esperpento en el que, no contentos con el invento del dinero, hemos convertido el dinero en capital. Y el capital, en ganancia, en especulación, la ciencia de los hombres que ahora se han puesto de moda, hasta hacerse los más famosos del mundo, por más que, a veces, lleguen a portarse como unos perfectos canallas.
Con lo que hemos desembocado en la aterradora situación que estamos viendo y viviendo: desde el sobrio cazador primitivo, nuestro progreso ha sido tan enorme que hemos llegado a ser el “hombre civilizado”, el que brilla, no po “lo que es”, sino por “lo que tiene”. No por su “realidad”, sino por su “apariencia”. El hombre desnudo, por el contrario, sólo podía pagar con su persona. Cuando únicamente queda en pie “lo mínimamente humano”, lo que importa no es lo que tengo para situarme por encima del otro, sino lo que soy para el otro. Ya no interesa ni el tener, ni el poder, ni el subir o el trepar, sino sólo y exclusivamente la necesidad que tengo del otro. Y la necesidad que el otro tiene de mí. A eso, unos le pueden llamar “egoísmo”. Otros dirán que eso es “amor”. No me interesan las palabras. Lo único que me interesa es pasar por la vida contagiando respeto, estima, paz, convivencia y bondad.
Mañana seguiré con el tema. A ver si me aclaro sobre lo que es el centro mismo de la vida humana. Y, por eso mismo, el centro de lo que los funcionarios de la religión decimos lo que es eso a lo que le hemos puesto el misterioso y arcano nombre de “la Fe”.
Dicen los estudiosos de los orígenes de la humanidad que los hombres primitivos vivieron, durante miles y miles de años, en lo que se ha llamado una “cultura de cazadores”. Ahora bien, una condición indispensable de supervivencia, para aquellos hombres, era la movilidad. Ni vivían, ni podían vivir, instalados. De ahí que una característica de aquellas gentes fue el “desprecio de las cosas”: ningún apego a los objetos, ninguna consideración por las riquezas. Como ha observado acertadamente la sabia historiadora de la antigüedad María Daraki, “todo lo que para nosotros es riqueza, para los cazadores era carga”; el desplazamiento continuo exigía el equipamiento mínimo y desalentaba “toda veleidad de posesión” (Marshall Sahlins). Por eso, en aquellos cazadores primitivos se dio el modelo perfecto de “el hombre no-económico”. Con razón, Karl Polanyi ha dicho que “ningún móvil específicamente humano es económico”, ya sea “en el estado primitivo o en todo el curso de la historia” (cf. M. Daraky).
¡Maldita sea, pues, la hora en que se inventó el dinero! Para “el hombre no-económico”, el principio determinante era el “trueque”, el “principio de reciprocidad”. Así era la “justicia” de los hombres primitivos. La justicia del “don por el don”. Y también la justicia del “ojo por ojo”. Luego, con nuestra sedicente “civilización”, hemos inventado prohibiciones que nos organizan la vida. Es el supuesto sobre el que se fundamenta toda obra legislativa. Y hasta estamos orgullosos de nuestro progreso. Y es verdad: hemos inventado barreras que nos protegen, pero al mismo tiempo nos limitan y nos complican la convivencia. Hasta desembocar en el esperpento en el que, no contentos con el invento del dinero, hemos convertido el dinero en capital. Y el capital, en ganancia, en especulación, la ciencia de los hombres que ahora se han puesto de moda, hasta hacerse los más famosos del mundo, por más que, a veces, lleguen a portarse como unos perfectos canallas.
Con lo que hemos desembocado en la aterradora situación que estamos viendo y viviendo: desde el sobrio cazador primitivo, nuestro progreso ha sido tan enorme que hemos llegado a ser el “hombre civilizado”, el que brilla, no po “lo que es”, sino por “lo que tiene”. No por su “realidad”, sino por su “apariencia”. El hombre desnudo, por el contrario, sólo podía pagar con su persona. Cuando únicamente queda en pie “lo mínimamente humano”, lo que importa no es lo que tengo para situarme por encima del otro, sino lo que soy para el otro. Ya no interesa ni el tener, ni el poder, ni el subir o el trepar, sino sólo y exclusivamente la necesidad que tengo del otro. Y la necesidad que el otro tiene de mí. A eso, unos le pueden llamar “egoísmo”. Otros dirán que eso es “amor”. No me interesan las palabras. Lo único que me interesa es pasar por la vida contagiando respeto, estima, paz, convivencia y bondad.
Mañana seguiré con el tema. A ver si me aclaro sobre lo que es el centro mismo de la vida humana. Y, por eso mismo, el centro de lo que los funcionarios de la religión decimos lo que es eso a lo que le hemos puesto el misterioso y arcano nombre de “la Fe”.