En memoria de mi hermano Emilio

Hace cuatro días que mi hermano Emilio ha muerto. Tenía 88 años. Ha sido jesuita desde que, en 1947, ingresó en el noviciado que entonces tenía la Compañía de Jesús en El Puerto de Santa María. Él no quiso nunca ser sacerdote. Por eso, aunque el P. Superior de los jesuitas de Granada, donde vivíamos, se empeñó en que Emilio tenía que ir al noviciado como “escolar”, o sea para estudiar y ordenarse de presbítero, el hecho es que duró sólo unos meses en ese grado, de lo que entonces se veía como un nivel de mayor dignidad. Emilio no quiso ser “padre jesuitas”, sino siempre “hermano coadjutor”. Y como “hermano” se ha muerto. Tres días antes de morir, me decía: “He pensado mucho en mi vida. Y ya ves, no he estudiado, no tengo títulos, no sé nada... Y sin embargo, los jesuitas me han puesto en cargos de mucha responsabilidad, se han fiado plenamente de mí. No me lo explico”.

Sin embargo, yo sí lo entiendo. Emilio ha sido, toda su vida, un hombre honesto, coherente, responsable, con un gran sentido común y una notable sensibilidad para tratar a todo el mundo con suma educación. Siempre fue inteligente y buena persona. En eso estuvo el secreto y la grandeza de su vida. Ni más ni menos que en eso consiste el ejemplo que nos deja. Y eso es lo que yo más admiro en él.

Su enfermedad final ha sido larga y cruel. Sobre todo, los cinco meses finales. Ha estado en cuatro hospitales, le han hecho cuatro operaciones, mantenido a base de calmantes y entre dolores insoportables. Los jesuitas no han escatimado medios, personal, cercanía, todo lo que ha necesitado. No tengo palabras de gratitud ante tanta generosidad. Pero lo más admirable ha sido el comportamiento de Emilio. Jamás una queja, jamás una protesta, ni una sola exigencia de nada.

Lo he pensado muchas veces: el final de una vida no se improvisa. El final es la despedida elocuente de lo que ha sido la vida entera. Y el final de la vida de mi hermano Emilio nos ha dicho a todos, con gritos de silencio elocuente, que este mundo tiene arreglo cuando acertamos a situarnos en el centro del que brotan todas las soluciones para los seres humanos: la honradez y la bondad sin límites ni fisuras.
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