El “recuerdo peligroso” de Jesús

El asesinato de cinco jesuitas y dos empleadas de la UCA (Universidad Centroamericana, de San Salvador), el 16 de Noviembre de 1989, coincidió, en aquel mismo año y en aquel mismo mes, con la caída del muro de Berlín. Se ha dicho que los acontecimientos de aquel momento histórico, no sólo en Europa sino también en Centroamérica, fueron “la metáfora suprema del triunfo de la libertad”. Y es que, como ha escrito Bertrand de la Grange, corresponsal de Le Monde en la Centroamérrica de aquellos días, el mundo asistió en aquel Noviembre del 89, al “derrumbe del bloque soviético (que) sentenció la lucha armada y aceleró los procesos de paz en Centroamérica”.

La coincidencia (con la pequeña distancia de pocos días) entre los asesinatos de la UCA, en El Salvador, y la caída del Muro, en Berlín, representa las dos caras de la lucha por la conquista de la igualdad y de la libertad, los dos pilares sobre los que se pueden (y se tienen) que edificar los derechos humanos y la paz en el mundo. Por la conquista de este ideal sufrieron y murieron, tanto los que cayeron en el muro de Berlín como los que fueron asesinados en El Salvador.

Por caminos opuestos, y a primera vista contradictorios, unos y otros murieron por la misma causa: la lucha por la libertad y la dignidad. A fin de cuentas, cuando se trata de alcanzar la libertad, lo mismo da que la opresión venga de la derecha o de la izquierda. En un caso y en otro, se les roba a los seres humanos lo más grande que se les puede quitar, su dignidad. Y eso es lo que se les arrebataba tanto a las víctimas apresadas por el Muro de Berlín, como a los cerca de 4.000 salvadoreños que murieron en las dos semanas de combates, entre guerrilleros, soldados y población civil, a partir del 11 de Noviembre del 89.

Se ha dicho que aquello fue la ofensiva que abrió la posibilidad de la paz, al dejar patente que la guerra no se podía decidir militarmente. En esta coyuntura, el 15 de Noviembre, fue cuando el Estado Mayor del ejército salvadoreño decidió eliminar a los “reconocidos líderes” que le estorbaban en su proyecto de seguir dominando al pueblo. En la madrugada del día 16, fueron asesinados los mártires de la UCA.

La enseñanza, que nos deja patente todo esto, es un hecho que da mucho que pensar: por el camino de la represión y la dominación, lo que hacemos es levantar muros y fronteras que nos dividen, nos separan y nos alejan. Sin embargo, por el camino de los que dan la vida porque no soportan la desigualdad y la falta de libertad, lo que hacemos es dar pasos de gigante hacia un mundo en el que será posible vivir en paz.

Por esto puedo asegurar que me produce una tristeza inmensa la postura ignorante y fanática de quienes se empeñan en seguir diciendo que, desde Mons. Romero hasta los jesuitas de la UCA, todos los que lucharon y murieron en Centroamérica, por el ideal de una sociedad más justa, más libre y más igualitaria, no eran sino militantes políticos de izquierdas que pretendían imponer un sistema de dominación totalitaria. ¿No se dan cuenta, quienes echan mano de ese vulgar lenguaje de tópicos manidos, que todo aquel proceso de Centroamérica ocurrió precisamente cuando se estaba hundiendo el Muro que separaba a los dos bloques, y que representaba el final de la guerra fría y del sistema totalitario impuesto por el comunismo?

Así las cosas, ¿se puede asegurar tranquilamente que Ignacio Ellacuría y los otros jesuitas (como los campesinos del Mozote y tantos miles de muertos de aquellos meses en El Salvador) fueron “los huérfanos del Muro”? A quienes se atrevan a tomar en serio semejante cuestión, yo les pregunto: ¿Y qué decimos de los que murieron por hundir para siempre el Muro de Berlín? ¿Fueron estos también enemigos de la justicia y de la libertad?

No hay cosa que me dé más pena que la gente que no piensa, porque es incapaz de pensar. Quienes piensan siempre lo que piensan otros, ésos son los que viven siempre a merced de lo que interesa a otros, no de los que les conviene a ellos. Y esto, ahora más que nunca, abunda demasiado para desgracia de todos.

De Ignacio Ellacuría, y de aquellos jesuitas, me impresiona su libertad y su coherencia. Yo mismo lo vi y lo palpé con mis manos y mis ojos, cuando, poco después de la muerte de aquellos mártires, tuve la enorme suerte de poder irme a la UCA, para echar una mano - durante 16 años - en la terea de cubrir el inmenso vacío que habían dejado aquellos testigos de sus más profundas convicciones, las convicciones del Evangelio, la forma de vida que quedó trazada en el “recuerdo peligroso” de Jesús.
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