La religión abarca la totalidad de la vida

Esta mañana, como todas las mañanas, en cuanto me he tomado un café, he leído despacio el evangelio del día (Mc 6, 53-56). Y me he puesto a pensar despacio, sosegadamente, lo que cuenta el relato de Mateo. Las gentes de Genesaret, un amplia llanura en la parte occidental del lago de Galilea, seguramente ni creían en el mismo Dios, ni por tanto tenían la misma religión, que tenían los israelitas. Nosotros diríamos ahora que aquellas gentes eran paganos, infieles, laicistas, ateos..., ¿qué sé yo? Y sin embargo, “en la aldea o pueblo o caserío donde llegaba Jesús, colocaban a los enfermos en la plaza y le rogaban que les dejase tocar al menos el borde de su manto y los que lo tocaban se ponían sanos” (Mt 6, 56).

¿Es esto histórico? ¿Sucedía realmente así? El Evangelio, antes que un libro de religión, es un proyecto de vida. De forma que realizando ese proyecto, y sólo mediante ese proyecto, podemos encontrar eso que llamamos Dios, el proyecto que da sentido a nuestras vidas. ¿Qué quiero decir con esto?

Quiero decir que es una lástima que los estudiosos de los evangelios hayan dedicado casi todo su tiempo a precisar los detalles de cada relato: dónde, cuándo, cómo por qué y para qué sucedió lo que narran los evangelios. Todo eso es interesante. Es importante. Es necesario. Pero nada de eso es lo que de verdad importa. Lo decisivo es la forma de vida que el Evangelio nos presenta. Una forma de vida que nos humaniza a todos. Y que a todos nos lleva a Dios. Y esa forma de vida no es otra cosa que la sintonía con el dolor humano, la sensibilidad con los que sufren, la bondad con todos y siempre, sea cual sea la forma de pensar o de vivir de cada cual. Esto es lo que nos hace ser religiosos según Jesús y al estilo de Jesús.

Esto, ni más ni menos, es lo que nos enseña el Evangelio en cada página, en cada relato, en cada episodio de la vida de Jesús. Lo cual quiere decir que Jesús modificó radicalmente la religión. En cuanto que entendió y vivió la religión como “totalidad” que abarca el total de la vida. El hecho religioso se suele entender y practicar de manera que se reduce a “lo ritual” y a “lo sagrado”. Ahora bien, en la medida en que la religión se identifica con lo ritual y lo sagrado, inevitablemente la religión se ve reducida a determinados tiempos, sitios, gestos... Por eso sucede, con tanta frecuencia, el hecho de que encontramos gente profundamente religiosa, que cumple con lo ritual y lo sagrado con toda exactitud. Pero, una vez que se ha despachado lo ritual y lo sagrado, cuando llega el momento de lo profesional, lo económico, lo político, lo lúdico, lo familiar, etc, etc, entonces da la cara el egoísta, el prepotente, el fanático, el ambicioso, etc, etc. Es la consecuencia inevitable de la “religiosidad parcializada”. En ese caso, “lo sagrado” se divorcia de “lo laico”. De la misma manera que “lo religioso” se divorcia de “lo ético”.

Así, hemos hecho de la religión un esperpento. Que lleva derechamente a la doble vida, a la hipocresía, a la mentira y al engaño. Sólo cuando entendemos y vivimos la religión como totalidad es cuando podemos asegurar que estamos en el camino del Evangelio. Lo demás, no es sino apariencia, farsa y engaño. No se trata de que vayamos por la vida haciendo milagros. De lo que se trata es de que, pasemos por donde pasemos, los demás vean, toquen y palpen en nosotros la sensibilidad y la preocupación por aliviar y hasta - si es posible - remediar el sufrimiento humano, el desamparo de los débiles y la injusticia canalla de los causantes de tanto sufrimiento.
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