La fragilidad nos acecha
Siempre me ha impresionado mucho la debilidad y vulnerabilidad del ser humano. ¡Qué grandes somos y qué pequeños a la vez! Somos una paradoja de grandeza y pequeñez que nos confunde. Capaces de alcanzar la luna y explorar los abismos más recónditos de la tierra y, cada vez más, del universo, y a la vez frágiles como una hoja seca que el viento zarandea y lleva a donde quiere. Nada nos hiere tanto como la fragilidad y el dolor humano en tantas formas de expresión; sobre todo cuando rompe el cristal transparente de la inocencia de los niños. Levantamos las manos al cielo y no podemos entender. La fragilidad nos acerca mucho a Dios, sí, y también nos aleja hasta extremos inaceptables.
A mí también me ha tocado muy de cerca vivir y sufrir esta debilidad que uno sólo sabe sobrellevar, que no entender, a fuerza de fe y de amor muy cercano.
Ahora esta debilidad no me toca a mí pero les toca muy de cerca a los míos, a mis padres octogenarios, sobre todo a mi padre con Altzeimer.
De repente se han venido abajo todos mis proyectos y expectativas. ¡Todos! Si ellos me han cuidado desde niño, en tantos momentos de enfermedad y de miedo, ahora yo no puedo mirar hacia otro lado como si no fuera conmigo o fuera sólo asunto de mis hermanos. Ni puedo ni quiero. Eso supone dar un paso adelante y hacerme presente con ellos, dejando mis quehaceres cotidianos y mis tareas de cada día en donde voy luchando por ser feliz. Ahora no es mi tiempo, es el suyo.
No es fácil ver cómo la debilidad se va adueñando progresivamente de aquellos que ha sido columnas indestructibles de nuestro hogar desde niños, luchadores natos contras todas las inclemencias posibles que han ido apareciendo a lo largo de los años. No es fácil ver a mi padre dependiendo de mí para todo; él que ha sido un hombre fuerte y luchador en todo momento de su vida. Lo he llevado a la oración muchas veces y el silencio de Dios vuelve de nuevo, increpándome, provocándome, haciendo saltar mis alarmas y cuestionando mis seguridades.
Tengo que responder a esta situación límite con una respuesta que sea justa, humana y cristiana. Hay muchas soluciones que pasan por estar lejos de ellos, pero yo sé que esas soluciones no son las que ellos quieren ni la que ellos harían por mí si fuera necesario, como lo han hecho tantas veces. Mi madre ya estuvo junto a mí, durante mis días en la UCI, -muchos días- sentada en una silla vigilando mi sueño y sufriendo mis dolores.
Ahora es mi oportunidad y ahora llega mi respuesta. Estaré ahí junto a ellos, el tiempo que haga falta y que me necesiten. Dejaré mis sueños para vigilar los suyos. Dejaré mis proyectos para acompañar sus pasos indecisos y torpes. Intentaré darles el amor que ellos me han regalado desde siempre de manera sobrada.
A mi lado van surgiendo muchos casos de fragilidad manifiesta que me dejan descolocado: Un niño que pierde a su madre recientemente por cáncer, un hombre que vive solo en su vejez porque no tiene a nadie, una mujer que me escribe para contarme cómo el Parquison le va arrebatando cada día más terrenos que sólo eran suyos, y un obispo –aunque pudiera parecer extraño- que me llama para darme las gracias porque en su enfermedad ha encontrado consuelo en uno de mis libros. “Me sirve de meditación, Alejandro; no dejes de seguir escribiendo”
Porque nos acecha la fragilidad y es tiempo de unir fuerzas y voluntades. En la familia, en la casa, en la iglesia, en la vida que pasa… Unir voluntades pero no uniformar, ahora que todo eso parece estar de moda.
Dios se empeña en hacernos vasijas de barro. Será para llenarnos de su gracia o lo que quiera.