#sentipensares2025 Cuando Dios Guarda Silencio: Una Noche de Lamento

Cuando Dios Guarda Silencio: Una Noche de Lamento
Cuando Dios Guarda Silencio: Una Noche de Lamento

La ausencia de Dios es oscura. El silencio de Dios es insoportable. A veces, la única oración que nos queda es el grito.

Las instituciones han guardado silencio ante el sufrimiento de nuestra comunidad inmigrante, vulnerable, perseguida y humillada. La Iglesia Católica, que debía ser voz profética, ha callado en el momento en que más necesitábamos su palabra y su acción. Nos han dejado solos, el veneno ya ha sido derramado y estamos expuestos, desnudos enmedio la intemperie de la injusticia. Si nadie alza la voz por nosotros, entonces alzaremos la nuestra. No seremos eco de ese silencio cobarde que es cómplice, sino la voz viva de nuestro dolor y nuestro lamento.

Este domingo, mientras millones de personas se reunían frente a una pantalla, mientras el mundo celebraba el Super Bowl, nosotros nos reunimos en otro tipo de encuentro. Uno sin luces, sin aplausos, sin espectáculo. Un encuentro de almas heridas, de miedo apretando el pecho, de lamentos ahogados, de noches sin dormir, de plegarias sin respuesta.

Nos reunimos en comunidad en una Noche de Oración y Lamento, ya no para buscar respuestas, sino para atrevernos a nombrar el dolor, a dejar que la desolación nos atraviese sin disfrazarla con palabras de consuelo artificial y prematuro. Nos reunimos para clamar juntos, para decir sin temor lo que muchas veces ocultamos: “Dios se ha quedado callado”.

La tradición del lamento es antigua. El pueblo de Dios siempre ha gritado en medio de la injusticia, ha rasgado sus vestiduras en tiempos de desesperación, ha preguntado con el alma desgarrada: “¿Hasta cuándo, Señor?” (Salmo 13).

Nosotros también lo hicimos anoche. Con un cuenco vacío en las manos, con cenizas sobre la piel, con la cruz ante nosotros, con los salmos dando forma a nuestra angustia. Nos atrevimos a no rehuir del vacío de Dios, a mirar su helada ausencia de frente.

No hubo respuestas. No hubo explicaciones. Hubo lágrimas, hubo silencio, hubo indignación, hubo la compañía de unos con otros y juntos sentimos el vacío del abandono. Y, en ese abandono, encontramos una extraña comunión: el dolor une cuando Dios calla.

No sabemos si Dios responderá. No sabemos cuándo ni cómo. Pero en esa noche de domingo, mientras el mundo celebraba, nosotros supimos que no estamos solos en la espera. No estamos cargando solos el peso de un Dios que se queda callado. Nos reunimos en comunidad. No para hallar respuestas, sino para gritar juntos la ausencia.

En el eco de nuestro lamento, descubrimos que Dios no es una respuesta, sino el abismo donde la fe y el silencio se encuentran y caminan juntos.

La ausencia de Dios es oscura. El silencio de Dios es insoportable. A veces, la única oración que nos queda es el grito.

Las instituciones han guardado silencio ante el sufrimiento de nuestra comunidad inmigrante, vulnerable, perseguida y humillada. La Iglesia Católica, que debía ser voz profética, ha callado en el momento en que más necesitábamos su palabra y su acción. Nos han dejado solos, el veneno ya ha sido derramado y estamos expuestos, desnudos enmedio la intemperie de la injusticia. Si nadie alza la voz por nosotros, entonces alzaremos la nuestra. No seremos eco de ese silencio cobarde que es cómplice, sino la voz viva de nuestro dolor y nuestro lamento.

Este domingo, mientras millones de personas se reunían frente a una pantalla, mientras el mundo celebraba el Super Bowl, nosotros nos reunimos en otro tipo de encuentro. Uno sin luces, sin aplausos, sin espectáculo. Un encuentro de almas heridas, de miedo apretando el pecho, de lamentos ahogados, de noches sin dormir, de plegarias sin respuesta.

Nos reunimos en comunidad en una Noche de Oración y Lamento, ya no para buscar respuestas, sino para atrevernos a nombrar el dolor, a dejar que la desolación nos atraviese sin disfrazarla con palabras de consuelo artificial y prematuro. Nos reunimos para clamar juntos, para decir sin temor lo que muchas veces ocultamos: “Dios se ha quedado callado”.

La tradición del lamento es antigua. El pueblo de Dios siempre ha gritado en medio de la injusticia, ha rasgado sus vestiduras en tiempos de desesperación, ha preguntado con el alma desgarrada: “¿Hasta cuándo, Señor?” (Salmo 13).

Nosotros también lo hicimos anoche. Con un cuenco vacío en las manos, con cenizas sobre la piel, con la cruz ante nosotros, con los salmos dando forma a nuestra angustia. Nos atrevimos a no rehuir del vacío de Dios, a mirar su helada ausencia de frente.

No hubo respuestas. No hubo explicaciones. Hubo lágrimas, hubo silencio, hubo indignación, hubo la compañía de unos con otros y juntos sentimos el vacío del abandono. Y, en ese abandono, encontramos una extraña comunión: el dolor une cuando Dios calla.

No sabemos si Dios responderá. No sabemos cuándo ni cómo. Pero en esa noche de domingo, mientras el mundo celebraba, nosotros supimos que no estamos solos en la espera. No estamos cargando solos el peso de un Dios que se queda callado. Nos reunimos en comunidad. No para hallar respuestas, sino para gritar juntos la ausencia.

En el eco de nuestro lamento, descubrimos que Dios no es una respuesta, sino el abismo donde la fe y el silencio se encuentran y caminan juntos.

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