Imaginemos
1. ¿Estaría Vd. (o Emmo, Rvdm, Excmo, Ilmo o comoquiera que sea el tratamiento canónicamente correcto para dirigirse a ellos) de acuerdo en afirmar que la dignidad de un cristiano reside en su bautismo?
2. ¿Estaría de acuerdo en afirmar que lo esencial de una persona y más aún de un bautizado, no depende de cómo va vestido, incluyendo colores, texturas, botonaduras, esclavinas, cordoncillos, mitras, birretes o solideos?
3. ¿Ha sido informado de la existencia de esta cita evangélica: “No llaméis a nadie padre, ni maestro ni jefe…, todos vosotros sois hermanos” (Mt 23,8)?
Imaginemos respuestas mayoritariamente afirmativas (las negativas revelarían un grave problema teológico en sus defensores…) que posibilitaran la promulgación de esta normativa ad experimentum:
“Todos entrarán en el aula sinodal con la vestimenta normal adecuada a su edad y usada por los hombres o mujeres de su país. Todos llevarán una sencilla cruz de madera al cuello y una tarjeta identificativa en la que conste cuál es su condición y servicio en la Iglesia. Se dirigirán unos a otros llamándose “hermano” o “hermana” utilizando el nombre recibido en su bautismo”.
¿Habría cambiado algo esencial? No, un poco de desconcierto al principio, pero luego esa alegría que nace del Evangelio vivido. Nada accesorio distrayendo las miradas, menos atención a la dualidad clérigos/laicos, varones/mujeres, gobernantes/gobernados, un trato de cordial fraternidad.
¿Qué suena a provocación populista? Pues prepárense, porque las reformas de la Episcopalis Communio de Francisco pretenden afectar con mayor radicalidad al modo de ejercer la autoridad en la Iglesia. Y sin tocarle a nadie ni un pelo dela ropa.