Mercator pessimus
Había vivido “en abierto”, sin saber poner muros ni puertas a su existencia
Así califica a Judas un responsorio del Oficio de Jueves Santo aunque, pensándolo bien, mucho peor negociante fue el propio Jesús.
Su trayectoria económica no despegó bien y las dos tórtolas pagadas por su rescate en el templo le dejaron ya alineado entre los pobretones, sin la dignidad que otorgaba el pago del cordero a un israelita con posibles. Después de vivir 33 años, tampoco incrementó de manera significativa su solvencia y el escaso precio por el que le tasaron era un reflejo de su irrelevancia económica.
Nunca supo moverse bien en el mundo de los números que miden y cuantifican las realidades y cuando ponía ejemplos, parecía a veces estar jugando a aquel antiguo palé en el que se compraban casas y fincas al buen tun tún. Manejaba cifras incongruentes, y hablaba de deudas desorbitadas de diez mil talentos que superaban muy por encima al PIB de su país; pero de ahí se pasaba a admirar los dos céntimos entregados por una viuda, como si le engañase el brillo del cobre de aquellas moneditas y las valorara por encima de la solidez del oro. Menos mal que las finanzas del grupo no las controlaba él y cuando se le ocurrió aquella locura de dar de comer a la gente que le había seguido al desierto, sus discípulos hicieron números en el acto: “Con 200 denarios no tenemos ni para empezar” (Mc 6,37). Ellos sí eran expertos en cálculos y se daban cuenta de que para que comiera cada persona de las 5.000 presentes, hacía falta la veinticincoava parte de un denario, el SMI de entonces.
En vez de moverse en los ámbitos por donde circulaba el dinero, se interesaba por lugares y gentes de los que nada podía esperarse: un mendigo esperando las sobras de la mesa de un rico, una mujer descartada por su enfermedad, una comitiva acompañando el entierro de un joven muerto, un ciego tirado en una cuneta. Pero cuando se asomaba al mundo de las riquezas, su voz estallaba como un látigo que reventaba arcas, bolsas y cofres.
Sin embargo no tenía atrofiado el instinto de posesión: consideraba ejemplar la conducta del pastor que buscó hasta encontrarla la oveja que le pertenecía y él mismo usaba expresiones tipo “nadie los arrebatará de mi mano”.
No le escandalizó el precio desorbitado de los perfumes con que le ungieron y tampoco se inmutó cuando le recordaron que con aquellos 300 denarios (unos 10.000 €) podían haberse evitado varios desahucios. Parecía proceder de un planeta en el que se desconocían las proporciones y las medidas y su presencia generaba el sobresalto de los desbordamientos: en Caná, vino sin límites; en el lago, una pesca que casi hundía las barcas; en el desierto, canastos llenos de panes y peces sobrantes. Se regía por el principio de lo excesivo y la única medida que conocía era la que se volcaba de una manera generosa, colmada, remecida, abundante, con la inconsciencia de quien, al descuidar ganancias y beneficios, se arriesga a la ruina.
Llegó a la cruz llevando solamente una túnica y se la arrancaron: había nacido desnudo y moría desnudo. No había aprendido a protegerse antes y tampoco supo hacerlo al final y por eso estaba al alcance de la lanza que le traspasó el costado. Había sido traspasado de muchas otras maneras antes porque era de condición vulnerable y no sabía defenderse del rechazo, las mentiras, la traición de los amigos o el poder de quienes le sentenciaron a muerte.
Había vivido “en abierto”, sin saber poner muros ni puertas a su existencia y tras su vida vaciada no quedaban ni herencia, ni logros, ni patrimonio. Solo un hilillo de agua manando de su costado y el comienzo de un rumor que comenzó a circular como un murmullo de una generación a otra, como un secreto de familia: Quien pierda la vida, la ganará.
Recordamos esa sentencia como quien repite un principio inverosímil e incomprensible y no son muchos los que llegan a creérsela del todo. Son hombres y mujeres peculiares que van por la vida descalzos y libres, pésimos mercaderes como el Maestro, despreocupados de sus propios intereses, con la atención puesta en cuidar de otros, ajenos a la búsqueda de beneficios, máximos acertantes en el juego del pierde/gana, poseedores de una extraña alegría.
Y revestidos de esa deslumbrante belleza de los lirios del campo que, sin saberlo, superan el esplendor de la corte del rey Salomón.
(Alandar Abril 2022)