Nicodemo: el hombre que nació de nuevo
En el interior de Nicodemo luchaban dos fuerzas opuestas
Evitaba pasar junto aquella puerta y, por supuesto, atravesarla. Frente a ella y fuera de la ciudad, se alzaba el pequeño promontorio en el que crucificaban a los condenados y a Nicodemo le repugnaba la sola idea de pasar cerca aquellos malditos. Se jactaba de ser un fariseo íntegro, dedicado al estudio de la ley y su conducta intachable constituía su orgullo.
Movido por el deseo de progresar en el saber, había ido a visitar a aquel maestro de Galilea de quien todos hablaban. Lo hizo de noche: había murmuraciones en torno a aquel hombre y quería evitar que su visita desatara sospechas de complicidad con él. Pero la entrevista no discurrió como esperaba: él iba buscando un intercambio de opiniones entre sabios, algún progreso en el saber que los enriqueciera a ambos y le desconcertó el planteamiento abrupto de Jesús sobre la necesidad de nacer de nuevo. No era eso lo que él iba buscando y se escabulló en la noche con una molesta sensación de inquietud. Sin embargo, no pudo evitar después seguir de lejos sus idas y venidas, e incluso preguntar con discreción sobre lo que Jesús hacía y decía. Algunos dichos suyos le parecían muy hermosos, como el masal del hombre que encontró un tesoro y lo vendió todo para hacerse con él y, en el fondo, le parecía una obcecación ver a sus compañeros fariseos empeñados en difamarle. Por eso se negó desde el principio a participar en la conspiración que tramaban contre él.
En una ocasión y muy a pesar suyo, sintió que debía levantar la voz en su defensa en la reunión del Sanedrín. Se daba cuenta de que, al hacerlo, estaba arriesgando su prestigio y por eso adoptó un tono de moderada prudencia pero, a pesar de ello, mereció un doble desprecio: el de quienes le escuchaban y el suyo propio por su cobardía.
Una extraña angustia se instaló en él a partir de ese momento y vivió después con tensa expectación los preparativos de aquella Pascua: rogaba a Dios que Jesús no subiera a Jerusalén, donde se cernían sobre él sombríos presagios. Pero él subió, lo prendieron de noche y comenzó aquel juicio inicuo mientras él permanecía encerrado en su casa. En su interior luchaban dos hombres: el fariseo Nicodemo, aferrado convulsamente a sus viejas ideas, costumbres, saberes y prestigio, y otro hombre desconocido para él que, allá en lo más hondo, sabía que había encontrado un tesoro y tenía que venderlo todo si quería conseguirlo.
Al atardecer de la víspera de la fiesta de Pascua, antes que sonara el sofar que anunciaba el comienzo del Sábado más solemne del año, una misteriosa tranquilidad se apoderó de él: salió de su casa, fue a comprar cien libras de perfume y se dirigió con decisión hacia la puerta oeste de la muralla. Se detuvo un instante en el umbral, consciente de que, si la atravesaba y se acercaba a aquel hombre maldito que colgaba de un madero, su vida ya nunca volvería a ser la misma. Sentía un desgarramiento en sus entrañas, como si una vida nueva, aprisionada en la matriz de su pasado, estuviera empujando para salir fuera de lo conocido.
Del otro lado estaba el campo que escondía el tesoro y el crucificado ejercía sobre él una poderosa atracción, más fuerte que todas sus resistencias. Cruzó el umbral y se fue acercando, cargado con sus perfumes, al montecillo rocoso donde estaban clavadas las cruces.
Estaba vendiéndolo todo para poseer aquel tesoro. Estaba naciendo de nuevo.
[1] Jn 3,1-21; 7,50-53; 19,38-42