Simón Pedro y sus descalabros
| Dolores Aleixandre
En uno de los relatos pascuales aparecen estas palabras de Jesús dirigidas a Pedro: “Cuando eras joven, te ceñías e ibas donde querías; cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieres…” (Jn 21,18). La frase suena a uno de esos lugares comunes en los que solemos coincidir cuando hablamos de lo que es propio de las edades de la vida. Es evidente: cuando eres joven te mueves con autonomía y vas donde te da la gana. De viejo, ya es otra cosa.
Sin embargo, en la escena que nos relata el Evangelio de hoy y tratándose de Jesús, los principios generales se trastocan: Pedro intenta “ceñir” a Jesús que es joven para impedirle seguir adelante en una dirección que, a su parecer, es un desvarío. De manera subliminal está queriendo obligarle a “extender las manos” y a dejarse llevar por otro camino menos alocado (“estos jóvenes…”), más cuerdo y razonable.
La reacción de Jesús es virulenta: “¡Ponte detrás de mí, Satanás!”. Si ya el apelativo “Satanás” es fuerte, el reproche que sigue, en traducción libre, es aún peor: “Eres en mi camino una piedra en la que pretendes que me estrelle”. El diagnóstico final es demoledor: “Piensas al modo humano, no según Dios” (Mc 8,33).
El tópico joven-que-hace-lo-que-le-viene-en-gana está saltando por los aires porque el joven Jesús ni va “a su bola”, ni camina “a su aire”, ni alardea de su “indomable libertad”. Es alguien que no solo “extiende sus manos” para dejarse conducir por Otro, sino que se “extiende” todo él como un lienzo en blanco sobre el que pintar, como un tapiz por tejer, como un lacre blando sobre el que imprimir un sello. Si de niño había ido creciendo “en edad, en sabiduría y en gracia” (Lc 2,52), de mayor ha ido ensanchando su “pensar según Dios”, ha ido sintiendo la vida y escuchándola desde más allá de sí mismo para conformar su sentir con el de su Padre. Un día le llenó de alegría reconocer esa coincidencia: “Sí, Padre, así te ha parecido bien” (Lc 10, 22). Lo mismo que su antepasado Abraham, abandonaba la tierra familiar de lo que le habían dicho y enseñado y se adentraba en otra en la que solo importaba el “pensar” del Padre. Se había dado cuenta de que iba a una con Él, como dos que caminan bajo el mismo yugo, unánimes y concordes en su inclinación hacia los que carecían de saberes, de nombre y de significación. Eso le llenaba de alegría y nada vuelve tan audaz y tan determinado a alguien como el vivir en contacto con la fuente de su júbilo.
Desconocía lo que era aferrarse a “disponer de sí” porque el deseo y la voluntad de Otro imantaban su querer y de ahí le venía esa despreocupación que, según él, había aprendido de los pájaros y de los lirios del campo que no se inquietan por el día de mañana. Había dejado de ocuparse de su propio camino, confiando en manos de Otro su trazado, su recorrido y su final y no consentía que nadie intentara desviarle de ahí. Lo habían avisado los Profetas: su voz puede ser tan estremecedora como el rugido de un león (Am 1,3), sus celos, tan peligrosos como los de una osa si le quitan los cachorros (Os 13,8).
Así que Simón, hijo de Jonás, colega nuestro en la pretensión de escapar de los caminos que nos marca el Evangelio y salirnos con los nuestros: más nos vale desistir en el intento porque saldremos descalabrados.
Con el Hijo hemos topado, amigo Pedro.
Feadulta Agosto 2020