En estos momentos no sé si es bueno o no hablar de esperanza, pero creo que sí, porque es la que nos sostiene cada día, la que tira de la cuesta empinada de la vida.
Cada mañana cuando ponemos los pies en el suelo, se nos hace una invitación a vivirla, a confiar, a ser optimistas, aunque nos cueste, porque de lo contrario llegaríamos a pensar que la vida no merece la pena vivirla y ahí ya entramos en palabras mayores. Apostemos por ella a pesar de que ahora estemos en el otro extremo, es decir en el antónimo. Pero nuestra mirada siempre tiene que ser de ánimo, de aliento y para ello no podemos quedarnos de brazos cruzados. En la medida en la que podamos, tenemos que luchar por la justicia, la igualdad, por nuestros derechos, sobre todo, por aquellos que no pueden hacerlo. Ellos son las verdaderas víctimas de una sociedad capitalista donde tanto tienes, tanto vales.
Es verdad que si miramos a nuestro alrededor, no tenemos que pensar mucho para ver que lo más razonable es la desesperanza, pero ahora, más que nunca, la esperanza es necesaria en un mundo amenazado a no hablar de ella. Y para ello, también entra en juego la fe, por lo menos para los cristianos. Ambas virtudes son un don que no podemos perder.
Miremos el mundo en el que vivimos, pero también al cielo. Así lo hizo Jesús un Viernes Santo…