Un santo para cada día: 28 de agosto S. Agustín (El hijo de muchas lágrimas)
Corrían tiempos en que la civilización greco-romana estaba amenazada por pueblos invasores que venían de fuera de las fronteras de Roma. Paganos y cristianos estaban confundidos y perplejos, viendo como un imperio tan poderoso amenazaba ruinas. El mero hecho de pensar que la eterna Roma podría desaparecer tenía perturbado los espíritus, que se negaban a ver lo que estaba sucediendo. Agustín en cambio, desde Hipona contemplaba el espectáculo impertérrito, como si nada estuviera pasando, porque él lo veía con la perspectiva de quien llevaba muchos años madurando “La ciudad de Dios”, destinada a ser una obra de reflexión serena sobre la filosofía de la historia universal analizada bajo el prisma de la eternidad y lo que estaba sucediendo no era más que un episodio añadido.
Nació Agustín en Numidia (Tagaste), una de las provincias del imperio romano, lo que hoy es la actual Argelia, un 13 de Noviembre del año 354, hijo de un padre pagano de muy buena posición social, converso y bautizado antes de morir y una madre llamada Móníca, mujer devota y virtuosa, que al quedarse viuda se entregó por entero a su hijo, que habría de causarle muchas lágrimas, pues a pesar de los esfuerzos que su madre hizo por encauzar su vida por el camino de la virtud y la piedad cristiana, permaneció mucho tiempo alejado y es que Agustín desde muy temprano mostró una fuerte personalidad que no se dejaba influenciar fácilmente.
Tal como él mismo nos cuenta en “Las Confesiones”, su primera etapa estuvo presidida por el disfrute y la diversión, comportándose como un muchacho licencioso y liviano. Viviendo, con una mujer extraconyugalmente con la que tiene un hijo; poco dado al estudio, pero aun así en poco tiempo aprendió todo lo que podían aprender en su pueblo natal, razón por la cual, su padre lo envió a la academia de Madaura, donde pronto salió a relucir su talento portentoso, tanto que a sus 16 años se le podía considerar como un maestro consagrado, pero su comportamiento moral no mejoraba y seguía viviendo en el fango de lo que él llamaba “el pantano de la carne”, pero aun así, en medio del engolfamiento, sigue leyendo con ansias insaciables de encontrar la verdad; la busca entre los maniqueos, pero aquí no la encuentra, la busca en las escuelas neoplatónicas y goza indeciblemente con la lectura de Platón y Plotino, pero su espíritu le pide aún más en un momento en que todavía sigue encadenado a los sentidos.
Desengañado de este mundo y en medio de una gran frustración, deja Cartago para ir a Roma en el año 383, donde enferma y una vez restablecido, marcha a Milán para hacerse cargo de una escuela de retórica, rivalizando con el obispo de esta capital, Ambrosio, al que pudo escuchar en alguna de sus homilías quedando impresionado. Entre ellos comienza a haber contactos y un día el obispo pone en manos de Agustín las Epístolas de Pablo y su corazón comienza a abrirse a la gracia. Un día no pudo resistir más y Agustín caía rendido, hecho un mar de lágrimas. “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti”. Esto sucedió en un otoño del año 386.
Fue a contárselo a su madre, quien se alegró mucho y comenzó a hacer las diligencias pertinentes para encontrarle esposa digna de su condición, pero Agustín estaba por la idea de alejarse del mundo totalmente, a tal fin, se retiró con su madre y unos compañeros a Casiciaco, una finca a las afueras de Milán, donde se dedicó a la filosofía, pero ya desde unas inquietudes cristianas. Cuando consideró que estaba todo bien dispuesto pidió el bautismo el 24 de abril de 387, a los treinta y tres años de edad, administrado por el que era ya su amigo Ambrosio. Ya bautizado emprende su regreso a África juntamente con su madre, que muere, antes de embarcar, en el puerto de Ostia. Llegado a Tagaste vende sus bienes y entrega el dinero a los pobres, para dedicarse al estudio, la oración y la penitencia, sin dejar de escribir, llevando, lo que se dice, una vida monacal; de este tiempo es su famosa Regla. Un día por fuerza mayor tiene que ir a Hipona donde era sobradamente conocido y la gente se empeña en hacerle obispo y aunque se resiste no le queda otro remedio que aceptar.
Durante los 36 años que dura su episcopado, la actividad de Agustín como obispo de Hipona es sobrecogedora: escribe libros, polemiza, predica, participa en concilios, resuelve pleitos, dirige, gobierna, administra, instruye a su pueblo. Su voz resuena tanto en Oriente como en Occidente. Buscador de la verdad infatigable está ya en disposición de poder encontrarla con la ayuda de la fe y sirviéndose de la razón porque ambas han de caminar juntas. “Cree para que puedas entender y entiende para que puedas creer “
Agotado por la fatiga, cuando el bárbaro Genserico estaba a la puertas de Hipona, Agustín en uno de los ataques de las tribu de los vándalos fue herido, por lo que se vio obligado a guardar cama, de la que ya no se levantaría y con la plegaria en la boca moría a la edad de 76 años este hombre singular, en el que, según la opinión de quien bien le conoce, aparecen fundidos en su persona la agudeza de Orígenes, la elocuencia del Crisóstomo, la profundidad de Aristóteles, la dialéctica de Platón y el sentido exegético de Jerónimo.
Reflexión desde el contexto actual:
La obra de Agustín de Hipona es inmortal, porque está hecha conjuntamente con la cabeza y el corazón, por eso será siempre nueva, siempre actual. Sigue y seguirá siempre alumbrando el entendimiento de los hombres y arrancando lágrimas en sus corazones. El Águila de Hipona remonta con su vuelo las contingencias de los tiempos. Es de los pocos escritores que con el paso de los años no ha envejecido. Agustín puede ser considerado hombre de nuestro tiempo, al que todo el mundo lee con agrado y con fruición, incluso aquellos que no son creyentes. La mente de sus lectores se alimenta y al mismo tiempo se deleita con sus escritos, tal vez sea ésta la clave de su éxito universal. No cabe duda, Agustín es un santo integral, válido para todos los tiempos