Un santo para cada día: 31 de octubre S. Alonso Rodríguez. (Más que un hermano lego parecía un ángel)
Nos encontramos a mediados del siglo XVI; durante este periodo la ciudad castellana de Segovia estaba experimentando un importante desarrollo industrial, sobre todo en el ramo textil y seguramente como consecuencia de ello también un más que notable aumento demográfico, que colocaba a Segovia como la tercera ciudad más importante de Castilla después de Valladolid y Salamanca. A ella vinieron los jesuitas Pedro Fabro y otros compañeros de la orden, con la intención de predicar una misión, decidiendo hospedarse en casa de Diego Rodríguez y de María Gómez, comerciantes que se dedicaban al negocio de los paños y que tenían once hijos. Acabada la misión, este matrimonio les ofreció su finca a las afueras para descansar y allá que se fueron todos ellos, llevándose consigo al pequeño Alonso, que por entonces contaría unos 10 años. Esta especie de retiro le vino muy bien al chaval, porque le sirvió para recibir una catequesis como preparación en orden a su próxima primera comunión. Semejante acontecimiento le dejaría grabada una impresión que con el paso del tiempo sería recordado con emoción.
Cumplidos los 14 años, Alonso y un hermano mayor dejaron la casa paterna para ir a Alcalá a cursar estudios en el colegio que tenían los jesuitas en esta ciudad. Fallecido el padre, las cosas cambiaron y la madre decidió que Alonso abandonara los estudios y regresara a casa para ayudarla en la gerencia del negocio, dejando sobre él todo el peso del mismo, cuando Alonso contaba 23 años. Tres años después contraería matrimonio con una joven acomodada llamada María Juárez. Tras un breve tiempo de placidez se desató la tempestad y Alonso vio como las desgracias se cebaban con él. En poco tiempo vio morir a dos hijos, su esposa y su madre murieron también, quedando sumido en una crisis profunda que apenas le dejaba vivir.
En esta situación anímica, sin fuerzas para luchar, se deshizo de su negocio y se fue a vivir a casa de sus acogedoras hermanas solteras, llevándose con él al hijito que le quedaba. En este tiempo se entregó a una intensa ejercitación piadosa entre oraciones y penitencias, que le llevaron a conseguir progresos notables en la vida espiritual, tal como él mismo nos explica en sus Memorias. Así permaneció durante seis años, al cabo de los cuales cedió sus bienes a sus familiares, tomando la resolución de abandonar Segovia para ir a Valencia, con la intención de Ingresar en la Compañía de Jesús, pero sus deseos no pudieron verse cumplidos porque los superiores de la orden entendían que la edad, cuarenta años cumplidos, la delicada salud y la falta de estudios, eran impedimentos insalvables; no obstante, le ayudaron a colocarse y así poder ganarse la vida. Trascurrida una temporada, sin perder el contacto con los jesuitas que seguían sus pasos, el P. provincial reconsideró el caso y llegó a la conclusión de que “Había que recibirle en la Compañía para que fuese en ella un santo y con sus oraciones y penitencias ayudase y sirviese a todos”. Así se lo hicieron saber a Alonso, dándole la alegría de su vida.
El ingreso en la Compañía tuvo lugar el 31 de enero de 1571 con la toma de hábito, siendo trasladado poco después al Colegio de Monte Sión en Palma de Mallorca, donde al poco tiempo fue designado para que se hiciera cargo de la Portería. En este cargo permanecería toda su vida, labrando golpe a golpe su santificación, que era exactamente lo que el buscaba al prometer sus votos y hacerse jesuita. Tal como nos revela su memorial autobiográfico, hubo de soportar tentaciones y tribulaciones, tuvo que luchar como un titán modelando dolorosamente su espíritu, hasta conseguir ese alto nivel de acendrada espiritualidad a base de negarse a sí mismo. Durante largos periodos, debió recorrer también extensos y áridos desiertos de desolación, carentes de consuelo espiritual El P. Miguel Julián dijo de él “Este hermano no es un hombre, es un ángel. Su vida y sus escritos exhalan un aroma místico”.
La enfermedad, que estaba agazapada, comenzó a dar la cara en 1617, obligándole a guardar cama, de la que ya nunca se levantaría, falleciendo en medio de terribles sufrimientos el 31 de octubre de ese mismo año, con el nombre de Jesús y de María entre sus labios.
Reflexión desde el contexto actual: Actualmente hay quien sigue sosteniendo que la espiritualidad jesuítica se alimenta única y exclusivamente de prácticas ascéticas. Semejante apreciación resulta más que dudosa y por supuesto empequeñece el carisma de la Compañía, restando posibilidades a la vida sobrenatural que los jesuitas siempre han cultivado con esmero. Sin ir más lejos, la vida y los escritos de un jesuita como Alonso Rodríguez, imbuido del espíritu ignaciano, nos muestra a las claras que la vida interior jesuítica no queda agotada en una pura aspiración ascética. La realidad parece ser otra bien distinta. La dimensión mística forma parte de la Compañía de Jesús, tal como lo pone de manifiesto este santo jesuita que hoy celebramos.