Extraido de "Trama divina, hilvanes humanos" (Ed. PPC) Jueves santo y anónimo de un sacerdote probado

Mi amigo Antonio León, que está en el gozo de su celebración de 50 años de ministerio sacerdotal, se ha regalado a sí mismo un mes de ejercicios espirituales en Salamanca, acompañado por un Jesuita que le daba indicaciones al comenzar el día y en algún momento revisaban el itinerario. Viene gozoso de este nuevo encuentro cuidado con Dios en Cristo y con su vida. No se cansa de dar gracias y quiere gastarse siendo lo que es, pastor en medio de su pueblo, siempre según el corazón de Jesús de Nazaret. Este Jueves Santo seguro que renovará su participación en la revolución de lebrillo y la toalla.
| Jose Moreno Losada
"...Cuando acabó de lavarles los pies tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis». (Jn 13,1-11)
“Me llamáis el maestro y el señor”

¿Cuál es o ha de ser el poder de la iglesia en medio del mundo? Cuestión siempre acuciante y pendiente en el seno eclesial. Como sacerdotes no podemos dejar de preguntarnos: ¿cómo ha de ser mi relación con la gente del barrio, con las personas en mi parroquia? El fundador, Jesús, lo tuvo claro desde el principio lavando los pies, pero ya a sus apóstoles les costó entenderlo y, desde entonces, continuamente tenemos que estar renovándonos para que la institución y la mundanidad no se traguen el carisma original y auténtico. El apóstol Pablo, tras un largo proceso, confiesa que el verdadero poder y saber de Dios, que se nos ha manifestado, no es otro que Jesucristo y éste crucificado. En el crucificado está el verdadero poder de Dios, éste y no otro ha de ser el poder de la Iglesia.
Jueves santo y anónimo de un sacerdote

No olvido el testimonio de un compañero que me llegó al corazón, aunque él probablemente ni lo sepa. Compartí una experiencia de formación con un grupo de sacerdotes y en uno de los encuentros le oí contar a Antonio -cura en zona de exclusión social- una vivencia personal que le había marcado. A través de ella yo sentí cómo la fuerza del Crucificado se hace evidente y toca el corazón de los que se fían y están vigilantes a través de los sufrientes de hoy. La vivió en la última semana santa en su parroquia.
El Jueves Santo, Antonio espera dos personas queridas, inmigrantes de Perú, que vienen a pasar unos días en su casa, pero vienen tarde y tiene unas horas que le permiten hacer algo más antes de ir a la estación de autobuses. Se acuerda de Paul, un francés que vive solo en una urbanización cerca de la parroquia. Su pareja murió y desde entonces está en la soledad más absoluta. Entiende el español que sólo chapurrea, pero el cura, que sabe de su soledad y su aislamiento porque está refugiado en la cerveza, de su descuido en la salud, en el vestir, en el comer, va y se pelea con él de vez en cuando, incluso en francés. En colaboración con el médico y, con el asistente social, intenta por todos los medios regularizar su situación que no es de pobreza económica sino humana e integral.; Tiene dinero, pero vive con desconfianza total y no lo utiliza para su bien, rechaza a todos, aunque con el cura bromea y le hace burla de su fe y de sus ayudas. Le recibe con alegría cuando se acerca y le lleva algunas cosillas de comer y beber -le acepta incluso el vino, pero prefiere que le lleve cerveza-. La afectividad de Paul se centra en sus perros, con los que convive y a los que prefiere. Sólo en una ocasión le dio dinero, siete euros, a este sacerdote con el encargo de que le trajera huesos para sus perros, porque él no podía andar.
Antonio consideró que este día de Jueves Santo era una buena ocasión para volver a ir y estar con él un rato -recordando quizás el lavatorio de los pies-; cogió algunas cosas de comida y bebida y se dirigió a su casa. Al llegar, lo llamó a voces, pero no respondió. Al ver que la puerta delantera estaba cerrada, fue por detrás porque sabía cómo entrar por otra puerta pequeña. La empujó y se fue abriendo poco a poco con dificultad. Se adentra en la casa y se encuentra con Paul caído y muerto en el suelo, deformado su rostro y otras partes del cuerpo, rodeado de sus perros que ya le habían comenzado a lamer. La estampa le muerde el corazón, los nervios, y sale loco sin saber qué hacer, ni dónde llamar. Vuelve a la parroquia y serenándose, llama al encargado de Cáritas y le pide que venga urgentemente y le acompañe, que tienen un caso duro y doloroso.
Vuelven al lugar y llaman a la policía para solventar el caso. Pero el corazón de Antonio ya no puede parar, se mueve a un ritmo divino. La imagen le acompaña todo el triduo pascual, no le deja vivir o morir, no sabe; le acompaña en toda las celebraciones y sus signos, en la cruz del Viernes Santo, en el crucificado no puede sino ver a Paul, ahí está lo divino revelándose con toda su fuerza y todo su poder. Ahí está Dios para salvarnos, no hay otro camino. Los cantos del Siervo de Yahvé se imponen y se hacen realidad palpable, «mirarán al que traspasaron. rodeado de una jauría de mastines. abandonado y solo».
Sin embargo, ahí está el verdadero poder de lo sagrado, esa es su fuerza y su presencia real, su discurso, su voz, su respuesta. Nunca pensó Antonio que viviría y experimentaría un crucificado de esta manera, una liturgia pascual tan directa, un rostro de Cristo tan destrozado.
Ahora, en la vida diaria de mi compañero, me imagino que cuando aparece el desierto y la dificultad, la respuesta ante la pregunta qué hago en este barrio, en esta parroquia, con estos pobres, con esta cruz, no se hace esperar y aparece el interrogante apasionante y profético: «¿A quién enviaré?, ¿quién irá por mí?”, pero soy débil, no tengo fuerzas, ni poder, ni sabiduría para esta misión y este lugar: «Te basta mi gracia, mi fuerza se realiza en la debilidad». Ahora Antonio está convertido -seducido en el dolor- por la fuerza de la cruz que se ha confirmado en Paul; su respuesta es «hágase en mí según tu voluntad», «aquí está mi misión para ir donde tú quieras y como tú quieras», «este barrio es mi barrio y este pueblo es mi pueblo». Así es un cura de barrio, y ahí está el verdadero poder de la Iglesia que nadie nunca le podrá arrebatar, ser de y para los últimos.
El Jueves Santo invita a los creyentes a adentrarnos en la pasión de la humanidad. Veremos imágenes y esculturas que nos recuerdan el pasado de Jesús de Nazaret, pero nada nos debe nublar la mirada para saber que Él está vivo y presente en los crucificados vivientes de la historia, en todo sufrimiento que espera consuelo, sanación, esperanza y alegría.
La revolución del lebrillo y la toalla

Nadie debe dudar del verdadero poder divino tras conocer a Jesucristo en su pasión, muerte y resurrección. La clave del siervo se convierte en la piedra angular que desecharon los arquitectos oficiales del poder religioso y político. El poder oculto del Mesías sufriente manifestará la grandeza de Dios por encima de todos los señores del mundo. Es la fuerza que vence con el amor la muerte y el mal, no hay mayor revolución de sentido y de esperanza en la tierra.
La auténtica revolución cristiana comienza con las armas de una toalla ceñida y un lebrillo para lavar los pies cansados y doloridos. No llega por el camino del poder y la fuerza, ni siquiera por la sabiduría y la riqueza, tampoco por el honor del mundo. Llegó arrodillada, acariciando los pies heridos, lavando manchas del dolor y agotamiento, y secando con la ternura de un amor sin límites. Se levantó en libertad desde los últimos y los pequeños y se fue haciendo verdad sin ruidos, en silencio, como la levadura lo hace por la noche en la masa, como el grano de mostaza que se hunde en tierra para brotar y dar fruto nuevo.

¿Quién es Jesús? Un hombre justo, un amigo, un pobre, un paisano, anónimo, oculto, en su pueblo con su gente, pero auténtico a carta cabal, sin doblamientos, firme en la apuesta por la dignidad y la justicia para cada ser humano, sin distinción ni clases, fiel, de corazón a corazón, a tumba abierta, a pan partido, sin precio y con holgura, gratuito y valioso.
El amor hecho a trozos y repartido para que nadie se quede sin pan y todos puedan sentarse a la mesa. Es el momento, ya está inaugurada la casa común, solo hacen falta más servidores de Jesús que, de rodillas, con lebrillos de libertad y toallas de ternura y cuidados, se muestren disponibles y compasivos ante la humanidad perdida y sufriente: Iglesia que abrace con el corazón del Padre a la humanidad pródiga y rota en la historia de la vida.
La invitación es seductora y radical. Es un atrevimiento comer su cuerpo partido y brindar con su sangre derramada, pero quien se arriesgue tendrá fuerzas para ser del Reino y trabajar por su justicia. El que come su carne y bebe su sangre tendrá vida eterna.
Notas hilvanadas:
Eres tú quien me acompaña, Soledad, si la fe mueve montañas, yo las quiero sobrevolar, Soledad”
(Amaral-Soledad)