Un santo para cada día: 28 de noviembre Santa Catalina Labouré (Embajadora de la Medalla Milagrosa)
| Francisca Abad Martín
Estamos ante una religiosa corriente y normal, sin cualidades destacables, sin embargo, lo que parece insignificante para el mundo, es sublime para Dios.
Nace en Fain-les-Moutiers (Francia) el 2 de mayo de 1806, hija del granjero Pièrre Labouré y de Madeleine Louise Gontard. Fue la novena de once hermanos. Su madre fallece cuando ella tiene 9 años. Una hermana de su madre se ofrece a cuidar de las dos pequeñas, Catalina de 9 y Marie Antoniette de 7. Cuando la hermana mayor ingresa en las Hijas de la Caridad, su padre va a buscarlas para que se hagan cargo de la casa. Catalina tiene ya 12 años y su hermanita 10. Parece un milagro, pero a pesar de su corta edad, la casa funcionaba con ellas al frente.
Catalina debe prepararse para hacer la Primera Comunión y por este motivo tiene que acudir todos los días a la catequesis parroquial. Cuando llegó ese día tan ansiado, se produjo un cambio en su vida. Se hace más piadosa, más reconcentrada, profundiza en la oración y hace ayuno los viernes. Una noche ve en sueños a un anciano, con rostro bondadoso, que la llama y le dice: “Algún día te acercarás a mí y serás feliz”. En una ocasión llega a decirle a su hermana Tonina, que ella nunca se casará y que cuando alguien pueda hacerse cargo de la casa, se hará religiosa como la hermana mayor.
Cuando su padre se entera, se opone rotundamente, piensa que ya ha cumplido con dar una hija a la Iglesia. Entonces la envía a París para que ayude a su hermano Carlos, que tiene montada una hospedería, frecuentada por obreros. Catalina sufre mucho en ese ambiente por las palabras que escucha y los malos ejemplos que ve y pide insistentemente a la Virgen que la saque de allí. Carlos comprende que su hermana está sufriendo y la quiere ayudar para que pueda entrar en el convento, pero tiene miedo de la reacción de su padre. Habla con su hermano mayor, Huberto, que es un brillante oficial, que tiene abierto un pensionado para señoritas y allí la llevan.
Un día, visitando el Hospicio de la Caridad, ve el retrato del anciano que se le había aparecido en sueños, era San Vicente de Paul; comprende entonces que este sueño tiene que ver con su vocación. Por fin el padre da el consentimiento para ingresar en las Hijas de la Caridad en 1830. Catalina en principio es una religiosa normal y corriente, sin destacar por nada en especial, sin embargo, va a ser la elegida por la Santísima Virgen para dar a conocer al mundo la “Medalla Milagrosa”.
Un día, a media noche, oye que alguien la llama junto a su cama, entonces ve a un niño, como de unos 5 años, que ella identifica después como su ángel de la guarda, del que era muy devota, invitándola a seguirle hasta la capilla. Allí ve a la Santísima Virgen que la está esperando sentada en el sillón presidencial. Ella se arrodilla a sus pies colocando sus manos sobre el regazo de María. La Virgen le dijo muchas cosas que ella solo contó al confesor. Ese sillón se conserva en la Casa Madre de las Hijas de la Caridad en París.
Otro día tuvo una visión. Había un retablo ovalado, en el centro del cual estaba la Virgen con rayos saliendo de sus manos y un lema alrededor que decía. “Oh María sin pecado concebida rogad por nosotros que recurrimos a vos” y el reverso era una M con una cruz. Le dijo que acuñaran una medalla con ese lema, tal como ella lo había visto y que se difundiera por todo el mundo y tal encargo fue cumplido.
Después de haber dedicado más de cuarenta años al cuidado de los ancianos y de los enfermos Labourè tuvo la premonición de que su vida había llegado al final; antes de morir reveló a sus hermanas religiosas el secreto de la medalla milagrosa confiado por la Virgen María. Su misión en este mundo estaba cumplida y a los setenta años se iba a gozar de la felicidad de Dios de la mano de nuestra Señora de la Milagrosa, un 31 de diciembre de 1876. Al ser abierta su sepultura, 56 años después, encontraron su cuerpo incorrupto. Fue beatificada por Pío XI en 1923 y canonizada por Pío XII en 1947.
Reflexión desde el contexto actual:
El fervor que las Hijas de la Caridad sienten por Santa Catalina Labouré hubiera sido el mismo que el pueblo en general le hubiera profesado de haber nacido en otros tiempos, aún con todo, esta santa goza de una gran devoción popular, seguramente por estar asociada a la medalla milagrosa, que pende del pecho de muchos millones de creyentes e incluso de los que no lo son tanto. Las Hermanas de la Caridad, de siempre, han sido muy queridas de todas las gentes, conscientes de su labor benéfica; en el caso de Catalina Labouré, este cariño y reconocimiento se troca en una especial veneración a quien inspira confianza y de quien se espera ese favor que tanto necesitamos; porque en el fondo, seguimos pensando que el milagro siempre es posible.