Un santo para cada día: 9 de junio S. Efrén (La cítara del Espíritu Santo)
Es difícil catalogar a una personalidad tan polivalente como la de Efrén el Sirio. De él podíamos decir que fue maestro, apologista, escritor, poeta, teólogo, defensor de la fe, escriturista y no estaríamos diciendo algo que no fuera verdad, pero aún nos faltaría por nombrar lo más genuino y consustancial de su compleja y rica personalidad, que fue su faceta como compositor de himnos sagrados, por lo que mereció ser llamado “Citara del Espíritu santo”. Es así como se le conoce en Siria, tanto por parte de los católicos, como de los hermanos separados. Seguramente Efrén no haya sido un profundo y sólido teólogo, lo que sí podemos decir es que fue un brillante escritor, uno de los más inspirados del cristianismo.
Efrén había nacido en Nisbis (Turquía) hacia el año 306, sus padres fueron paganos, por lo que Efrén, sintiéndose hostigado por su progenitor y poseído por un espíritu soñador y aventurero, decidió un día alejarse de casa y perderse por esos mundos de Dios, que le llevaron a tratar hoy con clérigos, mañana con aldeanos, al día siguiente con eremitas o con quien fuera y el caso es que con todos se llevaba bien y de todos aprendía algo. En su peregrinaje a la deriva llega hasta Cesarea, donde conoce a Basilio que hizo de bálsamo a sus inquietudes desbocadas, aunque no acababa de ver claro qué camino tomar pues por una parte se sentía atraído por la vida eremítica “oh cristiano, nos dice, busca la soledad porque entre la multitud se encuentra la muerte”. Pero no está muy seguro de cuál es su camino. A veces le asalta el pensamiento de que tiene que darse a sus hermanos y trabajar por ellos y con ellos. Y si las dos cosas son buenas ¿Por qué renunciar a una de ellas? Un día le llega la inspiración y toma una determinación.
Desde su refugio escondido en la montaña ayunará, rezará, meditara, escribirá con su aguda pluma, como si fuera una pica contra los herejes, seguirá componiendo esos himnos místicos que levantaban llamaradas de fervor en los corazones, sin ruidos y sin distracciones, lejos del bullicio le llegaría a raudales la inspiración de lo alto y cuando tenía que bajar a la ciudad sería para compartir con los hermanos sus gozos y tristezas, enseñar a los ignorante, prevenir a los incautos de cuantos errores doctrinales circulaban por ahí, predicar a los que querían escucharle, que eran todos, consolar a los tristes. Con las dulces palabras que salían de su boca enardecerá a los espíritus, iluminará con su luz a los que aún vivían en tinieblas, tocará el corazón de los ricos para que ayuden y compartan con el pobre. Sabedor el obispo de sus grandes dotes artísticas le encomendó la creación de una escuela de canto, para dar solemnidad a los actos litúrgicos, por lo que se rodeó de un coro de vírgenes que, con sus voces de cristal elevaban al cielo sus inspirados himnos y plegarias, suscitando la devoción del gentío que abarrotaban los templos y con los ojos cerrados, creían, por un momento, estar escuchando una música celestial. Sus escritos no dejaban de correr de mano en mano. Su presencia por las calles de Edesa siempre traía la alegría y la esperanza. Si lloraba de ternura hacía llorar, si reía de gozo incontenible hacía reír.
La última vez que se le vio intervenir en la vida pública de la ciudad fue hacia los años 372 y 373 y lo hizo para hacer frente a la escasez de víveres y remediar los estragos de una epidemia. Efrén vio venir la muerte de frente, pero antes de irse quiso darle un adiós emocionado a su ciudad santa y a sus paisanos, un adiós hermoso como el del sol que una tarde tibia de primavera se oculta entre las montañas. Se despidió con un testamento, donde quedan patentes su humildad y el arraigo de sus convicciones cristianas. “Yo muero, el tejido se ha terminado; falta aceite en la lámpara; mis días y mis horas han volado hacia la eternidad. Jesús júzgame Tú, pues aquel a quien Dios juzgare necesariamente alcanzará la misericordia…bendita sea por siempre la ciudad en que habitáis, Edesa, madre de sabios… Mi fin ha sido decretado y no puedo quedarme… No me enterréis ¡oh edesanos! en vuestros monumentos.... No me embalsaméis con aromáticas especias. Llevadme con la túnica y el manto que usaba ordinariamente; dadme provisiones para mi larga jornada, acompañadme con himnos y salmos y haced ofrenda por mi alma”. Así moría un día cualquiera de junio del año 373 quien había sido y sigue siendo honor de la Iglesia.
Reflexión desde el contexto actual
¿Qué pudo dejarnos en herencia quien nunca tuvo nada? “Porque Efrén nunca tuvo bolsa, ni bastón, ni oro, ni plata, ni posesión alguna”. Lo que pudo dejarnos fue el tesoro de los santos con su ejemplo de vida y el resplandor de los genios con rayos dorados incandescentes de hermosura, que después de dieciséis siglos siguen luciendo en medio de tanta vulgaridad y ramplonería