Un santo para cada día: 21 de mayo S. Eugenio de Mazenod (Fundador de los oblatos en medio de la Revolución Francesa)
Sabiendo que no le quedaba mucho tiempo de vida se preparó a bien morir, dejando dicho a sus más allegados colaboradores que deseaba morir con los ojos bien abiertos siendo plenamente consciente de que se moría “Si me adormezco o me agravo, despertadme, os lo ruego, ¡quiero morir sabiendo que muero!” esto sucedía un domingo de Pentecostés del 21 de mayo de 1861, mientras se cantaba la salve
A finales del siglo XVIII se estaban viviendo en Francia los agitados tiempos de la revolución. La inestabilidad social y familiar alcanzaba a todos por igual, a los de arriba y a los de abajo. Nadie estaba seguro allí donde se encontraba, por lo que el exilio y el vagabundeo adquirieren carta de naturaleza. En estos tiempos convulsos no era poco el poder sobrevivir sin que se pudieran hacer planes a largo plazo.
Desde muy temprano, Eugenio iba a conocer lo difícil que resulta vivir así con tanto desasosiego. Había nacido en Aix-en-Provence (Francia) el 1 de agosto de 1782 en el seno de una familia aristocrática con una excelente posición económica. Su padre, Charles Antonio de Mazenod, fue Presidente del Parlamento de Aix y su madre, Maria-Rosa Joannis, pertenecía a la nueva clase burguesa de Francia. Pero este presente halagüeño y su futuro no menos prometedor se vino abajo, motivado por la situación que por aquel entonces se vivía en Francia, tanto que obligó a su familia a vagar de acá para allá por diversas ciudades como Niza, Turín, Venecia, puesto que su padre era una persona políticamente relevante. Esto sucedía cuando Carlos Eugenio tenía 8 años, por lo que hay que decir que la infancia de Eugenio fue bastante agitada y dolorosa, donde no faltaron penurias y sobresaltos, teniendo que desplazarse constantemente después de que la familia hubiera abandonado todas sus posesiones. Lo suyo fue un largo destierro que duró 11 años, en el que la familia tuvo que vivir como pudo, “a salto de mata”, en situación de refugiado político. Durante su primera estancia en Italia el padre se defendió como pequeño comerciante y el pequeño Carlos Eugenio pudo estudiar en un colegio de Turín para nobles, pero al trasladarse a Venecia tuvo que abandonar el colegio y ponerse en manos de un sacerdote, Bartolo Zinelli, que se preocupó de su educación, pero pronto la familia se tuvo que trasladar a Nápoles y de aquí a Palermo, donde el joven Eugenio pudo moverse en ambientes distinguidos.
Cansada ya de tanto destierro, la madre toma la determinación de volver a Francia y recuperar sus bienes. De vuelta a su tierra natal, Eugenio se siente otro. Con 20 años quiere disfrutar de la vida y comenzar a hacer todo aquello que hasta ahora no había podido hacer. Entre diversiones y fiestas el tiempo va pasando para él, hasta que a la edad de 25 se le cruza en el camino una joven guapa y rica y comienza a proyectar su futuro. La muerte inesperada de esta joven le abre los ojos y le hacen reflexionar. Todos sus sueños se derrumban y comienza a ver la vida de otra manera; a veces tiene que suceder algo trágico en nuestra vida para que despertemos del letargo y nos saque fuera de nuestro ensimismamiento. A partir de ahora ya va a tener ojos para ver lo que pasa a su alrededor y se da cuenta de los estragos que ha ido dejando la Revolución: degradación moral, ignorancia religiosa, etc. y él piensa que puede hacer algo por remediar la situación.
La primera decisión importante que toma es entrar en el Seminario de San Sulpicio en París y una vez realizados los estudios correspondientes es ordenado sacerdote el 21 de diciembre de 1811 en Amiens. A partir de ahora ya sabe lo que tiene que hacer; entregar su vida a los pobres y ser su pastor, pero son tantos los pobres, los encarcelados, los enfermos, mutilados, los perseguidos, que piensa que en esta misión va a necesitar ayuda. El joven sacerdote invita a algunos de sus hermanos a vivir en comunidad y así todos juntos poder acometer esta obra. Es así como nace la sociedad de los Misioneros de Provenza un 25 de enero de 1816, que tenía como finalidad propia la evangelización de los pobres y que habría de ser aprobada el 17 de febrero de 1826 por el Papa León XII con el nombre de Congregación de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada.
En los años inmediatos a la fundación van a alternar las satisfacciones íntimas con los dolores profundos, que Eugenio tiene que ir administrando con sabiduría y prudencia, sin dejarse vencer por la depresión. Así hasta que es nombrado obispo de Marsella, después de haber desempeñado el cargo de Vicario General de la diócesis. Con responsabilidad y acierto supo compatibilizar sus obligaciones de obispo con aquellas otras que se derivaban de su cargo de superior general de la Congregación por él fundada. Es construida una nueva catedral y el santuario de Nuestra Señora de la Guardia; amplía el número de parroquias, se acoge a las asociaciones y a cuantos institutos religiosos quieren establecerse allí, interviene activamente en los asuntos políticos y religiosos, como es el derecho a una educación religiosa y los derechos de la Iglesia.
Sabiendo que no le quedaba mucho tiempo de vida se preparó a bien morir, dejando dicho a sus más allegados colaboradores que deseaba morir con los ojos bien abiertos siendo plenamente consciente de que se moría “Si me adormezco o me agravo, despertadme, os lo ruego, ¡quiero morir sabiendo que muero!” esto sucedía un domingo de Pentecostés del 21 de mayo de 1861, mientras se cantaba la salve.
Reflexión desde el contexto actual:
La última voluntad de Eugenio Mazenod quedaba expresada en estas palabras: ”Practicad entre vosotros la caridad, la caridad, la caridad y fuera, el celo por la salvación de las almas.” Garantes de este celo por la salvación de las almas vienen siendo los miembros de su Congregación, que fue y sigue siendo en nuestros días un enorme tesoro difícil de dimensionar. Se trata de una Congregación eminentemente misionera, su labor es anunciar a Cristo y la Buena Nueva a los pueblos donde el cristianismo no está implantado, con una dedicación especial a los grupos marginales allí donde se profesa la fe católica. La Iglesia siempre ha tenido en los oblatos a unos fieles colaboradores. Sucede, no obstante, que la crisis religiosa generalizada que estamos atravesando está castigando a esta Congregación de una manera especial. Se habla de que del año 1966 al 2018 había visto como sus miembros se reducían a la mitad.