Un santo para cada día: 14 de agosto S. Maximiliano Mª Kolbe (Mártir de la caridad en Auschwitz)
“Querida madre, hacia finales de mayo llegué junto con un convoy ferroviario al campo de concentración de Auschwitz. En cuanto a mí, todo va bien, querida madre. Puedes estar tranquila por mí y por mi salud, porque el buen Dios está en todas partes y piensa con gran amor en todos y en todo. Será mejor que no me escribas antes de que yo te mande otra carta, porque no sé cuánto tiempo estaré aquí. Con cordiales saludos y besos”
Había estallado la segunda guerra mundial y en septiembre de 1939 la aviación alemana bombardeaba la ciudad de Varsovia; era el momento en que se comenzaba a detener a ciudadanos libres. El 28 de mayo de 1941 procedente de la cárcel de Pawiak llegaba al campo de Concentración de Auschwitz el preso N º 16670, quien a partir de ahora sería fustigado y tratado duramente. Auschwitch era lo más parecido a una fábrica de tortura y de muerte, donde a los hombres y mujeres se les desposeía de su dignidad y eran tratados peor que animales, sin que sus gritos de desesperación y de dolor fueran oídos por nadie. Con la cabeza rapada, vestido de andrajos, el preso Nº.16670 tenía que cumplir jornadas insufribles de trabajos forzados, trasladar cadáveres, manejar la pala, trasportar pesadas cargas. Un día sus compañeros de prisión se lo encontraron extenuado entre la maleza, donde los guardianes le habían arrojado y movidos de compasión lo llevaron hasta la enfermería devorado por la fiebre y el rostro macilento, pero él todo lo llevaba con paciencia infinita. Había tomado conciencia de que estaba allí para consolar y dar fuerza a los demás, para acariciar la mano del moribundo, para ser paño de lágrimas de los que necesitaban consuelo y dar su ración de pan a los demás cuando él lo necesitaba más que ninguno. Como los demás presos tenía una familia, pensando en su madre y en lo mal que lo estaría pasando, un día le escribió una carta tan cariñosa como ésta: “Querida madre, hacia finales de mayo llegué junto con un convoy ferroviario al campo de concentración de Auschwitz. En cuanto a mí, todo va bien, querida madre. Puedes estar tranquila por mí y por mi salud, porque el buen Dios está en todas partes y piensa con gran amor en todos y en todo. Será mejor que no me escribas antes de que yo te mande otra carta, porque no sé cuánto tiempo estaré aquí. Con cordiales saludos y besos”.
En este campo de concentración las reglas eran severas y la vigilancia escrupulosa. Había quedado establecido que, si alguien intentaba fugarse, diez del resto de los reclusos serían condenados a morir de hambre en un bunker; aún con todo había quien lo intentaba, como fue el caso de Klos, un panadero de Varsovia perteneciente al mismo bloque donde se alojaba el preso Nº 16670. Esto sucedía hacia las tres de la tarde cuando las alarmas comenzaron a sonar y los presos tuvieron que formar fuera de los barracones, permaneciendo en pie hasta que se dio la orden de que cada cual regresara a su alojamiento.
Cuando a la mañana siguiente los presos se dirigieron a sus trabajos respectivos, el fugitivo seguía sin aparecer, por lo que los seiscientos reclusos del bloque 14 tuvieron que permanecer de pie sin moverse en la explanada, formando filas de 60 hasta la hora de comer en que se les concedió una tregua, para después continuar con las pesquisas. En vista de que el fugado no aparecía, se presentó el comandante Fritsch al atardecer, acompañado de sus ayudantes, dispuesto a confeccionar la lista fatídica, en la que iba a estar inscrito el nombre de Franciszek Gajownieczek, un sargento polaco, padre de familia, quien suplicaba que le perdonaran la vida porque su mujer y sus hijitos le necesitaban. Fue entonces cuando el Nº 16670 dio un paso al frente para decir al comandante que él quería morir en lugar de ese hombre; el militar no parecía entender lo que quería decirle, por lo que tuvo que volver a repetirle: quiero morir en lugar de ese hombre, porque yo no tengo a nadie que me necesite; después de unos momentos de silencio la solicitud fue atendida.
Confeccionado el pelotón de la muerte se iniciaría el viaje hacia el bloque Nº 11, que habría de ser su última morada. Antes de entrar los ajusticiados se desnudaron y allí quedaron encerrados para que el hambre y la sed hicieran el resto. Al cabo de 14 días se dio orden de acabar con los que aún siguieran con vida. El 14 de agosto de 1941 el embajador de la muerte entró con una jeringuilla cargada de ácido fénico y la descargó en el brazo del preso 16670, que resultaba ser aquel niño que decía que había visto a la Virgen con dos coronas una blanca la de la pureza y la otra roja la del martirio y al preguntarle cual quería, él había respondido, que las dos; era aquel joven franciscano enamorado de la Inmaculada, era aquel entusiasta promotor, que el 16 de octubre de 1917 fundara la Pía Unión de la Milicia de María Inmaculada, era aquel hijo espiritual de Francisco de Asís, ordenado sacerdote el 1918 y quien desde 1930 fuera misionero en Oriente, fundando en aquellas tierras centros en honor a la Inmaculada Virgen María. Ese recluso con el Nº 16670 era Maximiliano Kolbe, el mismo que hoy veneramos como “mártir de la caridad”.
Reflexión desde el contexto actual:
Este mártir de la caridad nos trae el recuerdo de tantos otros mártires cristianos que están muriendo por su fe en puntos dispersos por Asia y África, aunque los medios de comunicación no hablen de ellos. Los mártires de nuestros días son muchos, si bien permanecen en el más absoluto anonimato; muchos son los cristianos que hoy están siendo víctimas del odio y de la violencia, por lo que pedimos a S Maximiliano que interceda por ellos para que nunca les falten la fe, la generosidad y el valor necesarios. Los mártires siempre han sido los amigos fuertes de Dios que el mundo necesita. En nuestro mundo los sigue habiendo, aunque no queramos verlos.